Él sabía a otoño. No me preguntéis a qué sabe el otoño, pues os diré que a él y no me entenderéis. Mil veces que viviera las hojas que caen, el comienzo del frío, el paulatino adiós del verano... mil veces que sabrían a él. La era todo y nada me faltaba si estaba cerca. Su risa, su modo de hablar, sus inconclusos, inconexos, incontables, imposibles, impensables e inconfesables pensamientos, su modo de ver la vida, su forma de ver la muerte.
Aprendí de él a estar satisfecha conmigo misma, acepté lo imperfecto de mi ser, del suyo y del tuyo también.
Estaba hecho de una pasta blanda que se endureció con el tiempo y que con el tiempo olió a otoño, a ese que he hecho mío desde que ya no está.
Porque un día dijo "basta" y quiso descansar, desarraigándose de esa insatisfacción perpetua que lo perseguía desde que lo conocí.
No tuvo prisa y reímos y fumamos y tomamos el último té que se nos quedó frío, viendo una comedia de Wilder en el sofá. Nos dormimos. Yo desperté y él jamás despertó.
Era otoño, no podía ser de otro modo.