Revista Diario
Como en un espejo (II)
Publicado el 15 septiembre 2010 por Carmina
"No me limitaba a leerlos; los devoraba. Aunque mi apetito por la comida decrecía, mi hambre por los libros era constante." (El cuento nº 13. Dianne Setterfield) La cita de hoy es escueta, pero es que con pocas palabras basta para explicar una sensación que seguro hemos sentido muchos a los que nos corroe el vicio de la lectura. Unas veces sano, otras peligroso, y en ocasiones saciante. Hubo una temporada, entre la adolescencia y la mayoría de edad, en que las discusiones en mi casa eran constantes a la hora de la comida. Tenía podo tiempo para leer, entre los estudios y las asignaturas extraescolares a la que siempre he sido muy aficionada me veía siempre arañando minutos de todas partes, parece ser que las malas costumbres nunca cambian, porque sigo arañando cada segundo del que dispongo para disfrutar de mis lecturas. En esa lucha tome por costumbre llevarme el libro a todas partes, incluso a la mesa o al baño. El tema de sentarme a comer con el ejemplar que fuera en la mesa, tenía loca a mi madre que no tenía forma de hacerme entender que la hora de la comida era simplemente eso, la hora de comer, ni la de jugar, ni la de leer, ni la de hacer los deberes... Pero es que yo simplemente no tenía hambre, los libros me saciaban tanto, que cuando la comida estaba lista, me sentaba a la mesa como puro tramite, pellizcaba algo de comer y me iba corriendo a volverme a enfrascar en el libro que en ese momento tuviera entre manos. Cuanta menos hambre tenía más libros devoraba, como si una cosa compensara la otra. La alarma saltó, cuando ante las eternas ojeras que siempre exhibía y un cansancio exarcebado que siempre me acompañaba, mi madre me llevo al médico, un análisis de sangre confirmó lo que practicamente en mi casa todos sabían, comía muy poco y la anemia me estaba haciendo mella, y dormía mucho menos, con lo que al día siguiente no rendía. La medicina a tomar fue muy sencilla, dormir las ocho horas y comer mis cinco comidas al día. Ante esta posología sencilla mi madre no hubiera tenido que temer problemas añadidos, pero estos se presentaron, me vigilaba tanto que me sentí agobiada y esa adolescente enrabiada que tenía más o menos a ralla, se rebeló, y empezó a hacer de las suyas, sin embargo no por ello mi madre dejo de apagarme la luz a las 10 de la noche, ni de prohibirme las lecturas a las horas de las comidas, se acabó el picotear, porque me prohibieron levantarme de la mesa hasta que terminaran todos, y al final tuve que claudicar. Se comía a sus horas, se dormía a sus horas, y se leía cuando una disponía de tiempo. Supongo que estas lineas os serán familiares a muchos y a muchas, os apetece dejar vuestra experiencia?