Estoy fascinado con la literatura desde los nueve años, edad en la que descubrí, en la biblioteca de mi padre, “La divina comedia” con ilustraciones de Yan D’Argent. La leí con avidez y me apasioné por el mundo de las letras, emprendiendo la traducción al quichua de las obras completas de Góngora. El párrafo anterior es impresionante, pero es una mentira desde la primera letra hasta el último punto.
La joya de mi corona.
Pronto, este blog se ocupará de don Enrique de Montalbán, genial doctor en letras tan inexistente como el socialismo en el Socialismo del siglo XXI.
Estoy fascinado con la literatura desde los nueve años, edad en la que descubrí, en la biblioteca de mi padre, La divina comedia con ilustraciones de Yan D’Argent. La leí con avidez y gracias a los pies de página y a la traducción que había preparado el misterioso don Enrique de Montalbán – “dantólogo” tras el que se escondían los libreros Garnier – me apasioné por el mundo de las letras, emprendiendo la traducción al quichua de las obras completas de Góngora.
El párrafo anterior es impresionante, pero es una mentira desde la primera letra hasta el último punto. Lo cierto es que esa Divina comedia aún está en mi poder, pero la leí aproximadamente a los veintitrés años. El quichua es un territorio inconquistable – creo que mi memoria ha puesto mayor empeño en olvidarlo que en otra cosa – y me gustan más Quevedo, Lope y el conde de Villamediana que Góngora.
En cualquier caso, la Literatura es algo delicioso. Se dice que permite viajar a mundos distantes y que transforma en seres extraordinarios a individuos que, por cobardía o mera dificultad logística, optan por permanecer en la invisibilidad. Pese a que esto suena a clisé, es cierto.
El problema es que nadie nos ha enseñado a amarla y ella es veleidosa, esquiva y solo admite amantes dispuestos al sacrificio y acaso a la soledad. No se presta a que los profesores, escolásticos chulos, la quieran subastar a un grupo de adolescentes con ojos enrojecidos por la pereza y las largas horas de videojuegos o maratones de la serie Walking Dead.
No quiero decir que a los libros solo puede acercarse una comunidad de iniciados. Lo que ocurre es que se requiere cierto gusto, una educación de paladar que los pésimos profesores y la comida chatarra para el cerebro, traducida en series y películas de mala calidad, han aniquilado.
Ahora los jóvenes leen – más que yo durante la pubertad –, pero leen chatarra del mismo estilo de la que consumen en el cine y la televisión.
El cura y el barbero de Alonso Quijano quizá opinarían que hasta el peor libro algo bueno puede ofrecer y aunque, en general, concuerdo, el hecho es que el que se acostumbra a comer pasto difícilmente llegará a disfrutar un filet mignon…
Paulo Coelho preparándose para recibir el premio Nobel porque “vende muchos libros y hay millones de personas que lo leen”.
¿Existe una prescripción literaria? No, aunque sí hay una aterradora abundancia de ridículos que se creen con el derecho de enumerar los 1001 libros que deben leerse antes de morir con ébola – unos más audaces que otros ponen a Paulo Coelho y su Alquimista junto a Otra vuelta de tuerca o a Los miserables.
El caso es que, según los años, el gusto, la personalidad, cada lector tendrá una lista de títulos ineludibles y no es mi anhelo subirme al estrado y, con puntero en mano, crear un canon análogo al de Harold Bloom.
Me interesa más contarles cómo llegué a enamorarme de la Literatura.
El romance empezó pronto, aunque yo, como sucede siempre, no sabía que se trataba de amor. Aún no había aprendido a leer, pero mi padre sí – hacía mucho –, dedicándose a ello con voracidad. Cierto mañana, se le ocurrió tomar un volumen de pasta suave de color amarillo y con el sello de la Editorial Salvat – teníamos muchos de ese tipo – y se puso a leer en voz alta. Eran las aventuras de Simbad recogidas en una antología de las Mil y una noches.
Al concluir un relato, yo entraba en estado de desesperación, en un síndrome de abstinencia que hasta me empujó a olvidar mis juguetes. Creo que obligué a mi padre a leer todo el texto en un solo domingo.
Entusiasmado, adquirió en el Círculo de Lectores – que, por aquel entonces, enviaba a un vendedor de puerta en puerta ofreciendo libros y catálogos, labor similar a la que acometen las vendedoras de perfumes y los adventistas en la actualidad – una colección titulada Cuenta Cuentos – una vez más de Salvat.
Cuenta Cuentos de Salvat
Eran estos una serie de fascículos que, al final, se agrupaban en siete u ocho tomos y contenían relatos ilustrados para pequeños lectores. Aparte de los libros, cada uno traía su cinta de audio, donde varias voces españolísimas leían las historias y las dramatizaban. Desde Pinocho hasta Simbad y Alibabá desfilaban por las páginas, acompañados de un sinnúmero de personajes originales que recuerdo con cariño, como El ogro Grogro o Minuto, el bufón.
Después, con el pasar de los años, aparecieron Verne, Salgari, Wells, Poe y, luego, Cervantes, Ovidio, Dante, Víctor Hugo, Dostoievski, Borges…
A la Literatura se la aprende a amar con fantasía. Se puede llegar a ella a través del cine o de las novelas gráficas. Hay muchos caminos, pero jamás se debe pretender extraerle una “moraleja” – si ese es su objetivo, vaya al catecismo o a las clases de cívica de las escuelas –, solo los malos libros y los pésimos escritores quieren moralizar.
“Las mil y una noches” en la Biblioteca Básica de Salvat.
A los buenos libros se los reconoce porque estimulan la imaginación y deleitan. En cada relectura se descubre un nuevo sentido, un elemento que antes se había pasado por alto.
Los buenos autores no anhelan quedarse estancados como maestros de urbanidad y buenas costumbres, sino que son una suerte de samuráis que luchan contra un dragón – la metáfora es de Bolaño –, en pos de la belleza, sea cuál sea el rostro que le otorguen.
Los buenos lectores desean lo mismo: el arte en su estado puro, pero también sueñan con llenar el vacío del alma y, aunque siempre quedan defraudados, no pierden la esperanza de que el samurái de turno aniquile la incertidumbre que crece dentro del monstruo que se llama vida.
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