Cómo iniciarse a la espiritualidad conduciendo un automóvil

Publicado el 02 abril 2014 por Alxndro @al_x_ndro

“En la radio hablan de dónde encontrar tráfico, un accidente de dos autos en el libramiento, un camión con remolque detenido en la autopista del aeropuerto. Después de que lleno el tanque de gasolina, simplemente encuentro un accidente y me pongo en la cola. Sólo para sentir que soy parte de algo.”
—Chuck Palahniuk

“…entrar a la espiritualidad no puede hacerse como un individuo porque la conciencia de nuestra interconexión es la entrada al mundo espiritual.”
—Anthony Kosinec

Estoy prácticamente listo para salir, me aseguro de que todo lo que necesito vaya conmigo: algo para cubrirme, llaves, cartera, un libro por si en algún momento tengo que esperar. Salgo y me subo al auto, lo enciendo y comienzo mi trayecto.

Salí a buen tiempo, quizás unos minutos tarde, pero aun así el tránsito debe serme favorable. Tengo los minutos contados del tiempo que me toma vencer semáforos y eventuales cuellos de botella. Tomo calles que me llevan a avenidas que me llevan a la autopista, cada vez puedo ir más rápido para cortar la distancia entre yo y mi destino de hoy. Escucho música, me pregunto cómo irá la tarde una vez que llegué a donde voy. Todo va bien.

Siempre existen puntos de conflicto en el trayecto, los conozco bien, incluso sé qué carril o ruta tomar en caso de tener que improvisar para librar alguna anomalía vial. Pero hay segmentos de vialidades en los que las opciones se reducen: son improbables, ineficientes, inexistentes. Voy por uno de estos segmentos cuando comienza a llover.

La lluvia desquicia a los autos, o bueno, a los conductores: se tiene que ir más lento y con mayor precaución, la visibilidad se reduce y con ella las opciones; pero la prisa y el deseo de llegar son los mismos, quizá son incluso mayores al verse limitados. Ocurren accidentes, imprudencias, y conforme avanza el tiempo más gente sale del trabajo y hay más autos en las calles. Reduzco mi velocidad, enciendo luces y limpiadores.

Conforme la lluvia aumenta y la oscuridad desciende, el urbanismo se va reduciendo mínima pero constantemente. Por ejemplo, creo que me conviene más ir por el carril a mi izquierda, pero este cambio no será bienvenido por el automóvil justo detrás del espacio en que puedo entrar. Esto me hace preguntarme si es conveniente anunciar mi deseo por cambiar de carril con mis luces direccionales, si aviso mis intenciones, puedo perder treinta centímetros y un segundo de ventaja para maniobrar a manos y pies del individuo a cargo de ese automóvil. No aviso y cambio.

Ahora que el contexto en que me muevo con mi automóvil ha cambiado, tengo que reevaluar el tiempo que tengo disponible para llegar a mi destino y las opciones que tengo disponibles para aún conseguir mi meta. Francamente, en este momento, la única opción que tengo es esperar y llegar algunos minutos tarde. En algunos metros, podré cambiar a una vialidad donde habrá otras opciones.

Pero mientras: esperar.

Espero como todos. Acelero, freno, freno acelero constante y mínimamente para no dejar mucho espacio al frente donde pueda invadir otro auto mi espacio prospectivo. Espero junto a todos, esperamos juntos.

Éste es uno de esos momento en que es ineludible notar a los demás. Todos estamos juntos en esta espera que, para muchos, incluye desesperación, impotencia, frustracion, y otros clásicos de la negatividad cotidiana.

Pero es curiosa esta involuntaria unión entre automovilistas, pues aunque estamos todos apretados con nuestros autos, no terminamos de estar uno con el otro. La burbuja que es el automóvil nos separa, nos da un espacio de no-reconocida comodidad que al final hace que ignoremos esta oportunidad de estar presentes entre nosotros. Estamos aislados todos juntos.

Esta comodidad, aislamiento y anonimato entre la multitud nos deja ciegos a pequeños detalles de la experiencia por la que estamos pasando. Empezando por el hecho de que nos perdemos en la experiencia misma, estamos tan conscientes de la impotencia de nuestra situación automotriz que parece la única realidad y olvidamos que nosotros somos los que creamos interactivamente nuestra experiencia de la realidad.

Des esta maner, algo que nos pasa de largo es el hecho de que no es para tanto. Estamos varados en un mar de autos con nuestras emociones, pero nada nos amenaza realmente, quizás una persona que nos espera se disguste, pero para eso tenemos también celulares. Francamente no hay riesgo, ni siquiera de chocar a esa velocidad.

Vivimos en una época en que no tenemos que lidiar con los riesgos y problemas de nuestros muy distantes antepasados. No tenemos que cazar y recolectar nuestra comida durante varias horas del día, cuidarnos de bestias que podrían atacarnos, ni buscar o construir refugio del medio ambiente. Vivimos en una sociedad que está organizada para proveer de todo esto si uno se acerca al lugar adecuado o contacta a la persona adecuada (el menos en las ciudades, claro).

Y así, las molestias de vida o muerte de esos tiempos ya no existen pero sus reacciones encuentran lugar en las pequeñas incomodidades del día a día, muchas que tienen origen en los pensamientos que tenemos sobre las circunstancias en las que nos encontramos. Entonces en la ausencia de riesgos mortales, nuestro instinto hace de simples inconveniencias, como el tránsito detenido, monstruos de dimensiones desproporcionadas comparadas con las consecuencias reales que suelen tener.

Estar atorado en el tráfico es un mal menor, sobre todo si consideramos que el hecho de tener un auto muy probablemente quiere decir que tenemos suficientes recursos para dirigirnos a una experiencia diferente si queremos dejar de tener que vivir esto (cambiando de casa, trabajo, ciudad).

Por otro lado, he estado muchas veces en embotellamientos como éste, soy un veterano, y ahora me sorprende que no lo paso tan mal al estar atrapado en el auto. Recuerdo haber pasado por periodos donde profería quejas e insultos a mis camaradas automovilistas, o donde simplemente rumiaba mi enojo en silencio tratando de concentrarme en la música si sucedía que era de mi agrado. Incluso recuerdo ocasiones en que me puse a leer un libro que acababa de comprar.

Las situaciones viales son relativamente homogéneas, lo cual quizá nos ciega a que el factor que más se repite en esas experiencias es nuestra propia persona. El hecho de que pueda pasarlo de diferentes maneras aunque la situación parece la misma dice mucho de la naturaleza de la experiencia en sí: nosotros creamos nuestra experiencia de adentro hacia afuera y proyectamos al exterior aquello que estamos creando (ya sea desesperación o estoica paciencia).

Bajo esa perspectiva, cada embotellamiento se convierte en una oportunidad de responder creativamente al mundo en vez de reaccionar más o menos de la misma forma cada vez. Crear en vez de recrear. Bien podría ponerme a limpiar por dentro, hacer karaoke, quizás hasta intentar hablar con un vecino motorizado.

Creo que, encima de todo, lo que olvidamos más en el engañoso aislamiento del auto es que aquellas personas con las que estamos en la vida, conocidas o desconocidas, son afectadas por nuestras acciones aunque nos parezcan irrelevantes. Como el hombre que me echa las luces y propicia que me permita un enojo. O aquellos tres conductores que chocaron uno tras del otro y que quizás están en esta situación por la imprudencia de alguien que forzó al primero de ellos a frenar pero que no se vio involucrado en el accidente (una vez me sucedió).

Este pequeño accidente hace que el tráfico sea más espeso todavía, pues ahora tenemos un carril menos. Entonces, hipotéticamente, alguien que provocó y evitó un accidente, ha influido el tiempo y la energía de cientos de automovilistas, pero está ignorante de ello, quizás incluso se encuentre felicitándose de haberse salido con la suya. ¿Cómo saber?

Volviendo a la autopista, viéndola con su accidente a un lado resulta ineludible notar el carácter exponencial que pueden tener nuestras acciones en las vidas de otros. Un acto generoso o uno egoísta o descuidado puede desatar consecuencias insospechadas. Nuestra interconexión es más palpable de lo que suponemos, de hecho es tan manifiesta que la damos por sentado.

Y, entonces, mientras avanzo lentamente a mi destino de esta noche, ya tarde, un tanto tenso y fastidiado, reflexiono que podríamos considerar el tráfico como un medio ambiente extremo donde podemos ver y evaluar el estado de nuestras personas y la calidad de la conciencia con la que nos desenvolvemos en la vida. La impotencia, la ausencia de estímulos más deseables, y la cercanía de otros en estos eventos saca a flote todo lo que podemos trabajar de nosotros, si tan solo estamos dispuesto a verlo, reconocerlo y aceptarlo.

Estos eventos nos dan un recorrido rápido por tres de los componentes de nuestra experiencia humana: nuestro cuerpo e instinto reaccionan a un peligro mal ubicado, a partir de ello nuestra mente se suelta a elaborar toda clase de pensamientos autoindulgentes, y nuestro espíritu se muestra en la proporción en que nos importa cómo podemos afectar a otros con las acciones que tomamos desde nuestros asientos.

Por supuesto, situaciones como ésta existen más allá del tráfico y, de hecho, están presentes en cada momento de nuestras vidas en el que interactuamos con otros o buscamos no hacerlo. Todos somos parte una sola experiencia que es tan amplia que no la podemos comprender cabalmente. Somos individuos que forman parte de un compleja red, y en eso somos semejantes, somos todos humanos y vecinos uno del otro simplemente al andar por la vida.