Revista Diario

Como sólo tú sabes

Publicado el 14 febrero 2013 por Fernando

ÉL
«La mañana prometía extraños colores...»
Al despertarme, ha sido lo primero que se me ha ocurrido. ¡Qué idiotez! No se puede despertar uno con frases así en la cabeza. Eso me pasa por haberme encelado con esa maldita novela. Luego pasa lo que pasa. Al final, acaba uno creyéndose algo así como una especie de William Blake reencarnado.
Sí, el juego de las reencarnaciones. ¿Te acuerdas... te acuerdas de aquella primera vez, cuando me dio por decir que eras la segunda reencarnación de Emily Dickinson? Fue cuando te perdiste a propósito en las callejuelas de Camdem porque se te metió en la cabeza que yo era un espía. Un espía que quería reclutarte para su equipo, o algo así. No serás capaz de negarlo. Luego pude recobrar tu mirada porque una rata que cruzaba la calle solitaria por donde me querías esquivar te dejó paralizada.
Te llamé. Repetí tu nombre no sé cuántas veces. Me deleité con su sonido, abusé de su calidez. Me di un atracón de letras y voz y piel y pupilas, y tu figura me envolvía de forma amniótica; como si no existiera nada más sobre la tierra, como si todo lo que conocimos y no conocimos hubiera desaparecido. Todo. Desaparecido desde el momento en que replicaste con mi nombre. Todo. A partir de ese momento empezaba de nuevo.
Y ahora estás ahí, conmigo, respirando lentamente, dulcemente, abismada en el pozo de algún sueño de esos que tejes con hilos de la vida real. Porque tú prefieres la realidad en el sueño y el sueño en la vigilia. Así que no me extraña que me despierte con frases tuyas en la cabeza.
Pero sigues dormida, expirando aire dulce de bizcocho y rosas, como el olor de tu pijama, de tu piel. Dormida, respirando el aire gris del amanecer. Dormida, sin importarte que, una vez más, broten extraños colores en el lienzo del nuevo día… Y maldita la falta que me hacen este nuevo día, esta mañana y esos lienzos de todos los demonios, mientras sigas aquí, a mi lado, ocupando con tu cabecita loca, día a día, mi trozo de almohada, sin tiempo ni espacio.
Entonces abres los ojos como por ensalmo. Y me miras: indagas, curioseas en mí, como sólo tú sabes.
ELLA
La maldita baldosa suelta había ensuciado las punteras de sus botas. Las examinó como si se las estuviera enseñando a alguien. Con el movimiento, la abertura de su falda midi enseñó la cara oculta de una rodilla. Subió la cremallera de su chaquetón hasta el cuello alto de su jersey blanco. Con los ojos cerrados y la boca entreabierta recogió su bandada de hilos trigueños para lanzarla hacia atrás, sin que ningún mechón rebelde se ocultara bajo la ropa. Echó a andar.
Cruzó el parque en dirección al puente. Caminaba despacio, muy despacio, a pasos cortos, mirando a un lado y otro. Lo escrutaba todo con sus ojos grises, intentando, quizá, llegar al fondo de cada forma, cada cuerpo, cada brizna de vida girando a su alrededor.
Se detuvo bajo una acacia, embelesada ante el jugueteo de dos petirrojos que se perseguían y cantaban frenéticamente. Sonrió.
De pronto, los pajarillos enmudecieron. Arriba, las nubes reflejadas en su mirada se extendían como una marea. Empezaron a serpentear y retorcerse; parecían recrear una danza litúrgica, uniéndose y separándose en masas inacabables. Ella las miraba aquí y allá, a lo ancho del cielo, girándose con rapidez, arrastrando su melena, buscando la sonrisa huida de su boca. Las curvas y curvas nubosas dibujaban ahora letras enlazadas; enlazaban es y des en todas sus formas posibles, en todas las dimensiones imaginables.
La impresión llevó una mano a sus labios separados. Sus pies reanudaron la marcha, esta vez apresurada. Después cabizbaja.
Otra baldosa suelta lanzó unas gotas de suciedad botas arriba, pero esta vez no hizo caso. Siguió presurosa hasta que algo le obligó a detenerse y rasgar una expresión de horror en su semblante: la silueta de una rata cruzando el puente y escondiéndose en algún hueco invisible.
Permaneció inmóvil durante unos instantes. Miraba al infinito mientras oía una voz repetir la misma palabra una y otra vez. Su nombre. Una y otra vez...
Entonces despertó. Allí estaba él, acurrucado, mudo, mirándola desde una esquina de la almohada. Indagaba, curioseaba en sus facciones como sólo él sabía.

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