Desde luego que la filosofía va mucho más allá de sus pórticos, pero estos preliminares son lo bastante amplios como para que resultara en principio absurdo discutir su posible especificidad. La filosofía, por el contrario, es lo menos específico que existe: todas nuestras ciencias actuales están cargadas en sus inicios por fundamentos o doctrinas filosóficas, por más que nos pese. Desde el psicoanálisis freudiano hasta la psicología cognitiva, pasando por la biología, la sociología o la economía, obtenemos un trabajo que tiene como fundamentos latentes toda una cosmovisión o forma determinada de elaborar el pensamiento. Hasta ciencias que se quieren objetivas y despojadas de toda ideología, traicionan a menudo su perspectiva empírica y tratan de resolver por medio de datos de la experiencia problemas ancestrales que preocupan al hombre. Sólo una mente muy ingenua puede aceptar tales deducciones, mente por otro lado típica de nuestro tiempo y oscurecida hasta la saciedad por un modelo ideológico que ha triunfado gracias a su talento para ocultar el sentido de su ideología. Hablamos, como no, del modelo del libre mercado y del, para decirlo en palabras de Hinkelammert, anarcocapitalismo.
El principio evidente de esta ideología se ha ocultado bajo la ya muy criticada creencia que en nuestros tiempos ha devenido convicción. La vieja discusión metafísica entre realidad y actualidad ha terminado, en este sistema, por resolverse a favor de la ecuación de su identidad. Lo cual es fatídico, y al mismo tiempo, lo más irreal por esencia que existe. Como dice Hinkelammert, la creencia en un mundo sin utopías es a su vez una creencia utópica. La asimilación acrítica de realidad y actualidad es una característica esencial del pensamiento torpe, que no ve más allá de sus narices. Pero a su vez es resultado de un éxito evidente, que hay que declarar: el éxito de un sistema que ha convencido a sus ciudadanos de que él es el único sistema posible.
Nuestra situación, por tanto, es tal que nos vemos obligados a sostener un discurso necesario e innecesario a la vez. Necesario porque parece que las cosas más simples y obvias se han vuelto oscuras, e innecesario porque es un discurso ya mil veces dicho. Pero como la característica de nuestro tiempo es que lo obvio se ha ocultado, habrá por tanto que proceder a una desvelación del ser de lo estúpido de nuestros tiempos y retornar a lemas incómodos, como aquel de la Ilustración kantiana que encomiaba el hecho de pensar por nuestra cuenta. Lo inédito ahora es que pensar por propia cuenta, tener capacidad crítica, se ha vuelto un hecho insólito.
Tener que elaborar un discurso o manifestación a favor de la utilidad de la filosofía revela el paupérrimo nivel intelectual y humano de nuestra propia sociedad. Que haya que defender como necesario lo completamente obvio es quizás triste, pero desde luego ya un motivo y una razón para aquellos que quieren saber qué y para qué es la filosofía. Pues ya lo tienen: la filosofía existe para defenderse a sí misma. Defenderse y destruirse, que es su ámbito o no-ámbito cuya universalidad hemos olvidado completamente atrapados por un modo de pensar particular que se quiere universal. Quizás haya que volver a las viejas verdades, a desempolvar hechos que si para el filósofo resultan obvios, es que han de ser en extremo tangibles. Pues no se olvide que el primero que duda, el primero que se encuentra en el abismo y en la tierra sin fundamentos, es el filósofo. Algo terrible ha de pasar para que lo que él considere límite se convierta en otros en algo a debatir. Evitémoslo.