A la izquierda, dos perros jugaban. El gris, al escapar de un ademán de mordida del blanco, corrió hacia la carretera. Mi frenazo llegó demasiado tarde. Noté como la rueda izquierda de mi primer eje pasaba por encima de un obstáculo. La primera preocupación fue por los amortiguadores, así que bajé. Allí comprobé que el único desperfecto mecánico lo tenía el chucho. Yacía bajo el camión, con las patas traseras dañadas. Con las delanteras, trataba inútilmente de arrastrarse mientras gemía débilmente. El perro blanco, a su lado, aullaba solidariamente, tal vez sintiéndose culpable por el atropello.
La escena era intolerable. Subí rápidamente, pues al fin y al cabo tenía prisa, cerré la puerta y aceleré.
Noté el paso de la segunda rueda izquierda. Creí percibir un crujido de costillas. Me negué a mirar en el retrovisor. Cuando no pude evitarlo, ya en la lejanía, entre el polvo vislumbré al perro blanco con el morro teñido en sangre, primero de lamer las heridas de su amigo, luego de devorar sus intestinos, ahora esparcidos por la carretera.
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