El mensaje del contestador le había helado la sangre en las venas, frías ya de por sí. Masoquista, compulsiva, lo hacía repetir en su móvil una y otra vez, ansiando un cambio. Buscando que con la insistencia, con la perplejidad ante la anomalía del recado materno, su colérico tono, esas palabras agresivas y hostiles se transformaran, al fin, de puro agotamiento. Que por arte de magia -negra si hacía falta- se recuperaran amorosas. Bondadosas. Dulces. Lo escuchó, hierática, en diez ocasiones, y tuvo que dejar de hacerlo cuando su amiga, cansada de tanta autolaceración absurda, le arrebató el teléfono de las manos, ya para entonces puro hielo digital.
-¿Qué hago? ¿La llamo? ¿Qué harías tú? -preguntaba la chiva, ignorante de su condición.
-¿Qué haría yo? -parece que responden- Nada. Ya no eres una niña.
No, ya no era una niña. Ahora era una chiva. Expiatoria. Lo había sido siempre, pero en los últimos días su vista había mejorado y -maldita sea- el ayer se le transparentaba. Recordó a Saramago y sus ciegos que, viendo, no ven. Hizo recuento y constató su indeseable realidad. La vida aparente cayendo como una losa de mármol que golpea y entierra. Sin más. Fundido. Fin.
Cerrados los ojos, que goteaban, se encontró junto a los suyos en la antesala de su imaginación: a la derecha de la madre, el aliado orgulloso. Al centro, el pródigo favorito. En el rincón, con orejas de otra especie, estaba ella, la chiva. Descartada definitivamente por negarse a eternizar la saga teatral. Ya no habría más secuelas de tan refinada comedia, y la última actuación, desafecta como siempre, habría de guardarla como recuerdo de lo creído.
Desde entonces lleva incoherente duelo por quien vive, pero no hay nada que temer: todos saben que está como una chiva.
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