Era innecesario que lo intentara. No había realmente qué contorsionarse de esa manera. La cabeza bajaba con la cuerda del violín inclinada en dirección a su pie derecho. La espalda recta. Las puntas de los pies en el ángulo correcto para sostener en equilibrio el cuerpo. Iba al son de cada golpe, de cada sonido del tambor, del cuero, de las palmas. Perfectamente sincronizada en piso y frente al auditorio. A todos esos ojos que miraban.
No hacía falta, sin embargo, demostrar tanta técnica ni gracia. Bastaba con que lo mirara a los ojos a la salida del teatro. Era lo único que él, sentado viéndola danzar, le pedía para sacarla a caminar.