Revista Diario
Apenas he dormido. Me levanto mareado. Débil. Decido no conducir y me dirijo al metro para acudir a mi lugar de trabajo. Una moneda cae cuando me dispongo a pagar el billete. Es mía. Me agacho a recogerla. En el suelo, junto a ella, un abono transporte B2. Desde que uso el coche para desplazarme por Madrid no tengo abono, pero hoy, que no voy a conducir, tengo que hacer tres transbordos. Parece que ese abono está ahí para mí, como si formase parte de la utilería de una película y yo estuviese en un decorado. Conceptualmente significa, además, un reconocimiento del destino a mi fidelidad al transporte madrileño durante mis dos años de abonado. Decido meterlo en el bolso y utilizarlo en el cercanías, el metro y el metro ligero. Es el único día del mes que voy a usarlo, así que pienso devolverlo al final de la jornada. No miento: pienso devolverlo. El dueño no puede recuperarlo durante el día de hoy, así que ¿por qué no utilizarlo yo? Lo veo tan claro, y tan justo, que ni siquiera me planteo la posibilidad de que puedan pillarme. Pero justo antes de llegar a mi destino, mientras permanezco sumido en la prosa de Stefan Zweig, alguien me pide el billete. ¡Me cae bien!, me digo. ¡Jódete, imbécil!, grito para mis adentros. Parece mentira que no me haya dado cuenta antes, estaba claro que me iban a pillar, estaba en el guión de la película. Me enfado conmigo mismo por haber sido tan gilipollas, y tan egoísta. Un golpe de suerte siempre se compensa con otro de mala suerte. Es ley de vida...Claudio Rivera