Que el pájaro se posara en su ventana no era inusual. Lo hacía todos los días desde que empezó a dejar migas de pan en el alféizar. Lo curioso era no escuchar el picoteo en la madera y, justamente al percibir que la metódica rutina de su vida sufría un cambio, levantó la vista y miró la paloma parda de pecho blanco, cuyo ojo derecho parecía observarlo con fijeza. No pudo evitarlo. Sintió el desasosiego que acompañaba sus momentos de inseguridad. La paloma no apartaba la vista de él; estática, más parecía una de las palomas disecadas de la tienda de antiguallas de don Roque. Tenía una similar, solo que era gris, con la misma mirada fija y perdida.
Un movimiento brusco, como los que acostumbran a hacer las aves cuando vuelven el cuello y ven con el otro ojo, le produjo un sobresalto. Sintió con claridad que el miedo empezaba a atenazarlo hasta provocarle taquicardia, que sus manos se humedecían, y que estaba sucediendo algo anormal. ¿Podría una paloma parda de pecho blanco a la que le daba de comer a diario hacerle daño? Y en tal caso, ¿cómo lo haría desde el otro lado del vidrio? Por un momento se le ocurrió que era una paloma espía. Sabía de la existencia de las palomas mensajeras, pero no estaba seguro de que pudieran ser adiestradas para espiar. Y si fuese así, ¿cómo podría informar lo que había visto? ¿Era posible acaso que tuviese una cámara en su membrana óptica?
Seis días antes había roto una de sus reglas primordiales: Nunca hacer algo nuevo o diferente. Su psiquiatra había insinuado algunas veces que una mascota sería buena compañía, pero a él le horrorizaba un animal desordenándolo todo, sin embargo, hizo caso al médico y fue más osado: decidió poner migas en el repecho de la ventana y ver qué sucedía. Permitiría que algún pájaro se acercase, así estaría seguro de que lo haría por su propia voluntad. Como él, que todo lo hacía porque así lo deseaba. Un ave era otro ser viviente, pero uno que no hablaba, ladraba ni maullaba, y que no lo distraería de sus múltiples ocupaciones calculadas al milímetro, que le daban la seguridad de vivir en un mundo estable y predecible. Sonrió cuando recordó que el médico le había dicho que las mascotas eran tan buenas compañías que llegaban a actuar como sus dueños. Pero ese día la paloma no hacía lo previsto. Lo miraba y en sus ojos percibía cierta intencionalidad. Sintió la frente húmeda, un calor inusitado se alojó en su vientre y subió hasta sus orejas. Se volvió despacio y le dio la espalda para no despertar sospechas, tratando de que no notase su estado de nerviosismo. Mientras se acercaba a la cama y tapaba el cuerpo inerte de la chiquilla que miraba el techo con ojos fijos, como los de la paloma, miró hacia la ventana de reojo. No podía permitir que una espía llevase información que sólo le pertenecía a él. Ese día no sería metódico, como todos los martes. Un evento como aquel podría echar a perder la planificación hecha con la meticulosidad de un cirujano. Se acercó despacio a la ventana y deslizó la hoja hacia un lado. Como quien hace un movimiento al descuido sin un objetivo concreto, cogió un pedazo de pan y empezó a desmigarlo delante de ella, y tuvo razón. La paloma parda de pecho blanco pareció caer en la trampa, seguía mirándolo fijamente, sin moverse. Esparció las migas en el alféizar y esa fue la peor parte. Había diseminado migajas dos veces el mismo día y no podía ser. La desesperación le hacía difícil respirar. El vapor que salía de su boca jadeante al mezclarse con el aire helado, le hizo caer en cuenta que estaba desnudo, pero como cosa extraña, no sentía frío, por el contrario, un calor sofocante recorría su cuerpo, pero no podía volver atrás, una vez tomada una determinación había que seguir adelante.
Haciendo un supremo esfuerzo evitó el deseo de limpiar el repecho, a pesar de que las migas adicionales semejaban grandes manchas en cuyo centro existía una luz fosforescente. Extendió el brazo despacio, evitando rozarlas. La paloma se hizo a la izquierda. Él trató de acercarse y ella se alejó con pasitos apresurados, guardando la distancia. Impaciente, sacó medio cuerpo por la ventana y con gesto brusco estiró el brazo; abrió y cerró la mano y ella, como por arte de magia, desapareció del vano y voló junto a él mientras caía desde el octavo piso. Él sabía que romper la disciplina le traería consecuencias. Antes de dar contra el suelo de mosaicos de la entrada le preocupó la ventana que dejó abierta, y que no hubiera terminado con el ritual de los martes.
La paloma parda de pecho blanco dibujó una elegante curva y volvió a posarse en el alféizar. Empezó a quitar frenéticamente las migas sobrantes y logró al fin comer las anteriores sin miradas curiosas ni interrupciones molestas, hasta que volvió a reparar en el bulto inmóvil que yacía en la cama.
B. Miosi