- Me parece que vas a tener que compartir el transporte conmigo. Tengo una reunión en Phnom Penh con el Ministro de Desarrollo Nacional- me dijo con la misma sonrisa y los mismos ojos azules del reportaje.
Le dijo algo al conductor en khmer y nos pusimos en marcha. Tan pronto arrancó el vehículo, el Padre Pierre se puso a mirar por la ventanilla y de una manera sutil me hizo ver que no tenía ganas de conversación. Me sentí herido, pero entendí que, estando todo el día rodeado de gente, debía apreciar los pequeños momentos de silencio que se le presentaran. A fin de cuentas yo no era más que uno de los tantos voluntarios que pasaban por allí. El estúpido era yo por haberme creído que tenía algo especial que el Padre Pierre reconocería en cuanto me viera.
Fue a cuarenta kilómetros de Battambang, justo cuando el sol empezaba a ponerse, que la pick-up hizo unos ruidos raros y se paró. El Padre Pierre y el conductor intercambiaron algunas palabras en khmer. El conductor salió del vehículo, abrió la capota. Estuvomaniobrando un rato y volvió con un gesto que lo decía todo.
- No hay nada que hacer con el motor- me explicó el Padre.- Y a estas horas casi no pasan coches. Creo que tendremos que hacer noche aquí.
- Habrá que llamar a una grúa.
Me dirigió una mirada de conmiseración. El mismo tipo de mirada que todo el mundo me había estado dirigiendo durante los últimos dos meses en Battambang.
- No sabes mucho sobre temas de cobertura telefónica en el Tercer Mundo, ¿verdad?- El comentario era irónico, pero tenía un trasfondo de amargura. No me hirió. Por primera vez el Padre Pierre realmente se estaba dirigiendo a mí.
El chófer se acurrucó en el asiento delantero y antes de que hubieran pasado cinco minutos ya estaba durmiendo. El Padre Pierre sacó una mochila que tenía junto a los pies.
- Nunca viajo sin provisiones. No es la primera vez.- Sacó un salchichón de Lyon, un queso, unos pepinillos y una barra de pan. Rebuscó un momento más en la mochila y lanzó un juramento contenido.- ¡No me lo puedo creer! Se me ha olvidado el agua. Tendremos que beber Borgoña.
- No parece una tragedia.
- ¿Sabes lo que va a ser cuando empecemos a tener calor y no tengamos otra cosa para beber?- La misma mirada de conmiseración, si acaso un poco endurecida: el novato, además de novato, era corto de entendederas.
Comenzamos a comer. A los primeros bocados me di cuenta de cómo había añorado esos sabores y lo cansado que estaba del arroz, las verduritas y el prahok. En ese momento supe que no volvería a acercarme al Tercer Mundo a menos que fuese en viaje organizado con hoteles de cinco estrellas.
- El queso francés sabe mejor fuera de casa, ¿verdad?- Parecía que me hubiera leído el pensamiento.
- Sí. Ya estaba cansado de arroz.
“El arroz puede llegar a cansar”. Lo dijo de una manera que me chocó, como si hubiera querido decir algo más y se hubiera cortado.
Empezó a hacer calor. “¿Abrimos las ventanillas?”, sugerí.
- Tenemos dos opciones: asarnos de calor o que nos coman los mosquitos. ¿Cuál prefieres?
Me encogí de hombros.
- El calor es la opción menos mala. Créeme.
Afuera se había hecho la oscuridad total. Los ruidos de la selva nos llegaban amortiguados y agradecí que las ventanillas estuvieran cerradas. Me sentía como la vez que me perdí en unos grandes almacenes con cinco años. Me encontraba en un sitio que me superaba y estar dentro del coche era lo único que me deba un poco de seguridad.
Estábamos sudando a chorros. Nos habíamos quitado las camisas empapadas de sudor y las utilizábamos para secarnos el sudor de la frente. Al calor de la cabina, se unía un extraño ardor en el estómago. El vino empezaba a hacer su efecto.
- Yo quería ser como Alain Delon- dijo de pronto el Padre Pierre. Tenía los ojos húmedos y es posible que estuviese más bebido de lo que parecía.- Eres demasiado joven. No puedes saber lo que Delon fue para nosotros en los sesenta. El hombre, el ídolo, la imagen de Francia, del amor, del seductor.
- Pero la vocación fue más fuerte.- Se me hacía raro pensar que el Padre Pierre también había tenido sus ídolos y más que fuera un galán de cine.
- A los dieciocho años visité Taizé y conocí al hermano Roger. Me impresionó el ambiente y me fascinó el hermano. No sólo eso. ¿Sabes con qué veneración se dirigía a él la gente? ¿Cómo les cambiaba la cara cuando les hablaba? ¿Cómo anotaban en cuadernos cualquier cosa que dijera? Eso era algo que no ocurría con Delon. Su fama estaba vacía. El hermano Roger, en cambio, tenía algo distinto.
- Dios.- Aunque hiciese años que era agnóstico, había algo en esa palabra que me seguía conmoviendo.
- ¿Tú crees que a Dios le importamos Alain Delon, el hermano Roger, tú o yo? Si le importásemos, no habría permitido el triunfo de los khmeres rojos. ¿Viste que Dios frenase a la Gestapo cuando se llevó a los judíos del Veld’Hiv?
- Pero lo que usted hace, muestra que Dios existe y que… - De pronto me sentía menos borracho.
- Lo que hago muestra que soy un cínico y un cobarde. No me quiero bajar del pedestal en el que me han puesto. ¿Sabes? No se está tan mal en un pedestal, pero a veces la inmovilidad cansa y también cansa no poder abrazar a alguien. ¿Has visto todas las chicas que me rodean? ¿las camboyanas y las cooperantes francesas? ¿has visto con qué ojos me miran? Con los ojos que sus madres miraban hace treinta años al hermano Roger. Lo he conseguido. Bravo por el Padre Pierre. Estoy en el pedestal y descubro que no quiero estar aquí, que daría cualquier cosa por bajar del pedestal y abrazar a una de esas chicas y decirle que la quiero. Sexo, pero no sólo sexo. Cariño. Se está muy solo en el pedestal. Si sólo tuviera el valor de bajar.
De pronto se calló. También parecía que a él ahora se le hubiese pasado la borrachera. “Intentemos dormir un poco”.
Pasamos toda la noche fingiendo que dormíamos, incapaces de seguir hablando, envidiando al chófer que sí que dormía.
A eso de las seis de la mañana pasó un coche. Se detuvo. El Padre Pierre habló un momento con los ocupantes.
- Estás de suerte. Van para Phnom Penh y tienen una plaza libre.
- ¿Y usted?
- Tú tienes un avión que coger. Yo puedo esperar.
Cogí mi bolsa. Le estreché la mano y le miré a los ojos. Seguían siendo muy azules, pero ya no brillaban.