El 28 de febrero de 1952, Isabel se fue. Dejó su pueblo natal, en el que había pasado sus dieciocho años de vida, porque no podía más. La niña que un día fue violada, ahora era una mujer aborrecida por un pueblo entero. Un pueblo que exhalaba rencor por los cuatro costados. Un rencor que ella respiraba cada día. Por eso Isabel, con la cabeza gacha, dejó el lugar para no volver.
Tres años antes, en la primavera de 1950, cuando sólo contaba con dieciséis tiernos años, Isabel se enamoró. El afortunado se llamaba José, tenía diez años más que ella, estaba casado, y acababa de ser padre. Vivía unas casas mas allá, y desde siempre ella lo había sentido como alguien especial. Pero fue en el frágil despertar de la madurez, cuando Isabel se dio cuenta de que amaba a José.
Poco a poco, ella se fue dejando caer por la carpintería que regentaba para darle conversación, coincidía a propósito con él, cuando éste se dirigía al trabajo, o caminaban juntos de regreso. Cada vez se sentía más atraída por él, y José también empezó a tenerle un cariño especial.
Con el paso de las semanas forjaron una enorme complicidad, y con la llegada del verano, se sucedieron las tardes de charlas y risas compartidas entre serruchos, tablones y barniz. En su compañía, Isabel era feliz.
Pero un buen día de agosto todo se truncó. Fue el día en el que Isabel llegó llorando de la carpintería de José, el día en el que su madre le preguntó que le ocurría, y no supo que contestar, porque sentía vergüenza de decirlo. Cuando reunió fuerzas, lo contó. Explicó como pudo que José le había hecho daño, y que se había aprovechado de ella, en el sentido más lúbrico de la palabra. Su madre únicamente le secó las lágrimas y le juró que el dolor que le había causado, lo sufriría él de por vida.
Desde ese día, un oscuro rumor empezó a circular por el pueblo. Un murmullo silencioso que rápidamente se expandió por las poblaciones de alrededor, llegando a oídos de todos los vecinos de la comarca.
No tardó José en darse cuenta de que la gente le miraba con otros ojos. Ojos de inquina, desprecio y repulsión. También llegó a él el rumor.
Al mismo tiempo su carpintería se fue quedando sin encargos. La semilla de la duda fue creciendo en su mujer, y todos le dieron de lado. Dejó de abrir el negocio, ya no había razón para hacerlo, y mientras subsistían con dificultad, gracias al huerto que tenían. Pero José se veía cada vez más hundido, con la soga al cuello, sin escapatoria ante esa hostilidad que pesaba como una losa y le sumía en la desesperación.
Sólo halló una salida, y en la Navidad de 1950, se marchó dejando una carta de despedida:
“Hace unos meses, mi vida se derrumbó, y ésta es la única solución. No aguanto este dolor, soy débil ante el odio que percibo cada día a mi alrededor, ante el rechazo unánime, a raíz de un hecho que nunca ocurrió. No encontré otra forma de demostrar que soy inocente, que Isabel mintió. Me declaró su amor adolescente, y yo le dije que no. Ese fue mi único error.”
Así dijo adiós para siempre. Había dejado su último mensaje en un sobre, colocado sobre sus zapatos y el resto de su ropa impecablemente doblada, en una silla del comedor. Y su cuerpo, desnudo e inerte, colgando de una viga del salón.Relato basado en hechos reales.