Pocas veces lamento aquella noche en que me enamoré de Julia, una hermosa azafata que conocí en un vuelo a Nueva York.
Desde hace ya diez años, comparto piso con ella, lo cual, dicho así, no deja de ser una exageración, ya que ella pernocta en casa unas cuatro noches al mes, debido a su trabajo.
Aún así me conformo, a pesar de que algunas veces lamento no estar más tiempo con ella.
Nuestra escasa relación tiene la ventaja de que no nos da tiempo a cansarnos el uno del otro ni a tener los típicos roces que genera la convivencia.
Eso hace de nuestros encuentros una continua luna de miel.
Cuando ella me llama para decirme que viene a casa, suelo dedicar la tarde a preparar una buena cena que cuando llega, degustamos acompañándola con buen vino.
Luego llega el capítulo de las miradas, las caricias, las frases con doble intención y terminamos en nuestro cuarto, amándonos bajo las sábanas.
Yo trabajo en una multinacional que me permite elegir cuando hacer las vacaciones. Debido a ello, procuro siempre coincidir con las vacaciones de ella.
Entonces hacemos un viaje juntos a cualquier rincón del mundo cuya magia nos conquiste a ambos.
Es maravilloso.
Sin embargo, en los últimos años las cosas se han puesto más difíciles para nuestras vacaciones.
En mi empresa me han dado un móvil y un ordenador portátil. Tengo que estar disponible fuera de las horas de trabajo, por si surge alguna urgencia. Al principio conseguí evitar que me dieran semejantes artilugios. Sin embargo mi jefe me dejó claro que mi futuro en la empresa estaba vinculado a mi actitud y eso significaba tener que asumir que tenía que estar disponible también cuando no estaba en la oficina.
Las vacaciones de hace dos años fueron aterradoras.
Cada día surgían problemas en el trabajo y me llamaban para que los solucionara.
Estar con Julia en un hotel en Venecia enganchado al móvil y trabajando con el portátil conectado a mi empresa, no era, precisamente, la idea que yo tenía sobre unas vacaciones.
Julia empezó a tener verdadero pánico al móvil y cada vez que me distraía, lo apagaba.
Luego tenía que explicar que habíamos estado visitando lugares en los que me hacían apagar el móvil ó que no tenían cobertura.
Cuando terminaron aquellas vacaciones Julia me dio un papel. En ese papel había un número escrito. El noventa.
- ¿Qué es ese número?.
- Son el número de horas que has dedicado al trabajo en estas vacaciones. Y son horas que no te pagan, por cierto. En la parte trasera de este papel hay una lista - dio vuelta al papel y empezó a leer -. Nos han interrumpido cinco cenas, siete polvos, cuatro excursiones guiadas que ya habíamos pagado, ocho comidas...
- ¿Todo eso? - contesté asombrado.
- Si. Y además has empezado a roncar por las noches, por culpa del estado de ansiedad que te ha creado el puto móvil.
- Pues tenemos que hacer algo, Julia. No estoy dispuesto a tener otras vacaciones como estas.
El año siguiente me cambiaron el móvil por una Blackberry. Así no tenía que conectar el portátil para consultar mi correo, que recibía directamente en ese dispositivo.
Desde entonces, cada año, antes de salir de vacaciones, Julia llama a la compañía telefónica y se informa de aquellos países en lo que no da cobertura telefónica.
Luego, comunico a mi jefe que voy a un país que carece de cobertura y nos vamos al destino que hemos elegido.
Eso si...
El portátil y la Blackberry se quedan en casa apagados.