Conforme pasaron los años, se fue alejando del centro del pueblo, de los chismes, de las fiestas y las celebraciones para irse a vivir a la montaña. Su ropa se hizo vieja pero nunca jamás volvió a comprar un vestido. Estaba ahí sentada en silencio con sus gatos, con la certeza de que solo el cariño de estas pequeñas criaturas podría ser similar a lo que ella tenía para regalar.
Encontró un conejito para pintar en la puerta, era como comer una galleta después de una dieta extenuante.