La vida no tiene motivos: tiene hechos y tiene sinsentidos.
Es una mezcla extraña de días que transcurren y nos sorprenden y de otros en los que apenas pasa el tiempo y nada sucede.
Es una continua lucha con otros, contigo, con los elementos y circunstancias.
Sin embargo, en ese correr inexorable de las agujas de nuestro reloj, en ese lamentable y triste pensamiento que nos sacude la cabeza sobre por qué, cómo y por qué no; alguna vez hallamos. No siempre sucede cuando queremos ni siempre encontramos lo que queremos hallar, pero pasa. Un día descubrimos quiénes somos.
En ocasiones queremos luchar contra ese descubrimiento y otras, nos dejamos llevar. Otras veces, al fin nos aceptamos.
Y, cuando lo hacemos, descubrimos que explicar a otros quiénes somos es ardua tarea.
Y, como no estamos hechos para comprendernos del todo, cuanto menos lo estamos para entender al otro.
Y así, solo unos cuantos privilegiados aprenden que el mejor camino hacia la felicidad tras aceptarse, es empatizar con aquellos que forman parte de su vida. No es fácil.
De ahí que, como dice un buen amigo mío, la felicidad nunca es completa.