Construir una luz es un viaje que tiene más que ver con la sangre y la palabra que con el silencio o el agua. Decía mi paisano José Val del Omar que sólo queda quien engendra latido. Quien participa del milagro cotidiano de las luces y las sombras. Quien baila con la música de ese latido perfecto, pum-pum, pum-pum, pum-pum… que ya no parará nunca hasta el final. Quien volará a horcajadas de esa manada de caballos galopando furiosos entre aguas. Así, me acerco al vientre con el mismo tacto con el que se acerca el sueño, y pego la oreja a ese continente curvilíneo y prometedor. Cierro los ojos e imagino un mar profundo, antiguo y oscuro, una masa de agua lenta que imita el movimiento de los campos de trigo con el viento. Baile, baile, viaje. Y me parece acceder a un mundo tan limpio y razonable que encapsula; un mundo que abstrae o aliena, uno diríase nuevo y superior… tal vez altivo incluso, muy diferente a éste nuestro tan carnoso, manido y corpóreo. Su medio me manda señales de minúscula magnitud, indicios silenciosos del descenso y la ocupación que se adivinan entre los garabatos de las tripas que suenan a mar de nuevo. Juego a ser el mentalista concentrado en establecer vínculo, cuando me sobresalta un estruendo de metales, herramientas que parecen chocar unas con otras como si de un taller o un banco de trabajo se tratase. Después se paran un momento para otra vez volver a empezar. Alguien prepara algo. Alguien sigue un laborioso planning para alcanzar su objetivo para el que todo está programado como en una bendita profecía. Como si el desembarco tuviese fecha y hora. Como si no pudiese ser antes ni después. Como si todo estuviera divinamente sincronizado. Así, decido tomar distancia y dejarlo hacer. La idea de la eternidad a veces hace aguas por todas partes. Pero otras en cambio es el bote salvavidas que te lleva a tierra firme.