Creo que fue en el año 1986 o 1987, por recomendación de una famosa asesora fiscal, a la que conocimos en un curso titulado «Gestión y Contabilidad de Cooperativas Agrarias» del que era ponente, ingresé en el proceloso mundo del pluriempleo sumergido, abisal más bien. Administrativo-contable de una efímera —lógico— empresa de suministros industriales. Treinta mil pesetas al mes, más negras que las orejas de Machín y con menos papeles contractuales que una grácil liebre, por un par de horas diarias, compatibles con la jornada petrolera.
Esta mercantil tenía la central en una ciudad del cinturón de Barcelona, famosa por la altura de sus habitantes. Mi fichaje se hizo con la intención previa de la secesión por parte de la parte (segunda parte, en este caso) tomellosera de la comandita, pensaban, incautamente como vieron más adelante, que reclutaban a un portento de la partida doble. A los pocos días de mi ingreso conseguimos la independencia y vinieron los socios y el contable —aquello sí era un contable— a traernos las cuentas para poder iniciar la actividad en solitario. Fue necesaria la compra de un ordenador para gestionar la empresa por medio de la incipiente informática. Se adquirió un equipo clónico del IBM XT, con un procesador Intel 80286 y 20 megabytes de disco duro, «inacabable» según el vendedor. Aquellos acrónimos y números de serie me recordaban a las naves la Trilogía de la Fundación de Asimov. El aparato costó un riñón, pero solo fue el principio.
Una vez instalada y encendida la máquina, comprobamos que no hacía nada, en la pantalla negra aparecían una serie de mensajes con palabras verdes en inglés. Llamamos al vendedor.
—Es que para que funcione el PC —dijo en un alarde de uso del vocabulario técnico— es necesario, por lo visto, instalarle una cosa a la que llaman «sistema operativo». Os mando un técnico.
El técnico instaló, a mil duros la hora, el sistema, MS-DOS a la sazón, que fue como la purga de Benito; acabada la instalación y puesto en marcha el equipo, por la pantalla corrían infinidad de mensajes. A los cinco minutos —aproximadamente, claro— la pantalla volvió a negro y el vértice superior izquierdo, apareció la siguiente inscripción «C:\>» y un guión intermitente.
—Ya funciona. —dijo el informático.
—Ahora explícame donde se hacen las facturas y se meten los asientos. —le dije
—¿Facturas? ¿Asientos? —interrogó retóricamente y para ganar tiempo, supuse— para eso hace falta un programa.
—¿Un programa? —dijo el dueño— ¿Y lo que has instalado?
—Es el sistema operativo. Ahora hace falta un programa para la facturación y la contabilidad.
—Instálalo. —dijo la mujer del dueño.
—Es que lo tenéis que comprar. —aclaró— Debéis buscar uno que se adapte a vuestras necesidades, comprarlo e instalarlo.
Y así lo hicimos, probamos varios que gentilmente nos instalaba, configuraba y probaba (a mil duros la hora) el eficiente técnico. Tardamos tres meses en tener organizada la vertiente informática del negocio, mientras tanto hacíamos las facturas con una máquina de escribir y la contabilidad la signaba en un libro ad-hoc.
Como dependiente tenían al hijo del almacenero de una de las fábricas que más genero compraba. Era altísimo y fofo. Tenía una truculenta imagen de asesino en serie. Repetía como muletilla «efectivamente» y le quedó el adverbio como mote. Alquilaba películas diariamente en un videoclub. Las copiaba todas, secretamente, amparado en las sombras de la noche: tenía dos reproductores en la alcoba y una tele portátil que le compro el padre, asumiendo la condición del hijo.
Las dos horas se fueron alargando y acabé como un Bukowski de medio pelo, no me cambiaba de ropa, no dormía y las carreras de caballos las troqué por el Terry, tan bueno para la ciencia contable. Afortunadamente la gasolinera me pidió exclusividad laboral y pude salir de allí antes de que la cosa se pusiese peor.