En la ladera del Río estaba Raúl con una piedra grisácea y brillante en su mano, la había escogido al azar entre un montón que descansaban sobre la arena. Miraba él la piedra, mezclando la suavidad de la misma entre sus manos, de pronto un flash de recuerdos llegaron sin permiso, tomó él entonces aquella mimada gema y la lanzó con fuerza a la deriva sobre el río, a su suerte, aquella piedra era fuerte pero inocente a los sentimientos que llevaron a Raúl actuar de esa forma. Esta dio varios saltos, parecía correr deprisa sobre la superficie, luego se perdió ante los ojos ardorosos de Raúl. Su corazón y su cabeza habían sido tocados una vez más por esos recuerdos dolorosos que llegaban repentinamente, se había convertido para él en una grave enfermedad que cargaba en silencio, que estaba quemando su cuerpo y contaminaba su espíritu.
Se arrodilló sobre la arena, cerró sus ojos aún ardiendo y dejó caer sus manos, salieron lágrimas amargas de aquellos ojos, el río sereno, las piedras, la hierba, la arena y el viento, observaban como aquellas gotas internas enjugaban su alma, estas caían sobre la arena, penetraban y herían la superficie tal cual estaban haciendo en la humanidad de Raúl. Lloró hasta que su alma se refrescó, sus ojos húmedos ahora desprendían brillo, él los abrió entre el humedal de sus cuencas, con sus manos escarbó la arena, como abrazándola con tanta intensidad como el que abraza a un amigo , reconciliándose tal vez por descargar su furia contra ella. Su respiración ahora se hacía pausada y tranquila.
Se sentó él entonces sobre aquella arena y observó el río, quien le mostraba chispas brillantes que se hacían en complicidad con el sol, él sonrió, sus ojos ya veían la profundidad de ese río, los granos de arena individualizados, la fragilidad de las rocas, la magia de los rayos del sol. Raúl había descontaminado su cuerpo, había ido al encuentro de él mismo cuando pensó estar solo en la ladera del río.
Por:
MARjorie