Atronadores disparos rompen el tenso silencio de la noche. Sangre que embadurna las aceras. Un aullido de sirenas de policía que gritan su angustia. Ojos esquivos que niegan haber visto nada de lo sucedido ante la presencia de los uniformados. Más tarde, cintas amarillas bailando al son de la brisa, como un telón macabro que presenta el espectáculo de una silueta de un cuerpo que ya no está ni en la acera ni en la vida. Cristales rotos sobre manchas carmesíes como colofón.
Hombres y mujeres de pelo cano, desgastados como su ropa, sin hogar y sin nada, con la mirada perdida, que vuelven a negar haber visto, solo dicen haber oído disparos y gritos. Son los secundarios de un drama cuyos protagonistas son aún desconocidos. Un drama que ha segada una vida antes de lo debido, y que se representará muchas, muchas veces más.
Vagabundo, yonquis, traficantes, atracadores y otras personas que recorren las calles cobijados por la noche, andando un camino oscuro porque no tenían ningún otro, el resto eran callejones sin salida. Sam Anderson lo entendía, también había andado por callejones sin salida y transitaba ahora por un camino no exento de penumbra. Pero como policía no podía hacer ninguna otra cosa que no fuese lo que la ley marcaba.
Lo que veía en las calles que recorría desde hacía ya cuatro años en el turno de noche era fruto de la desesperación de unos tiempos demasiado crueles, casi criminales, que apretaban demasiado amenazando con aplastar. Era como una zona de guerra, especialmente en los devastados barrios pobres. Aquello le recordaba a las escalofriantes historias que su padre le había contado sobre su experiencia en Vietnam. Esa guerra había vencido al espíritu de su padre.
Su propia guerra contra la desesperación que inundaba la ciudad la libraba todas las noches, combatiendo contra asesinatos, violaciones, palizas, tráfico ilegal, y todas las manifestaciones de las miserias de la humanidad, que estallaban ante la vista de todos al caer el sol. Sam se sabía fuerte y patrullaba noche tras noche, intentando sofocar en lo que podía todo aquello, pero no sabía hasta cuando lo podría resistir. No quería ahogarse entre toda la angustia y la furia, y acabar derrotado por siempre como su padre. Sabía que debía retirarse un día no lejano, retirarse de la batalla para no perder ni perderse en esa cruel guerra sin final.
La próxima noche lo haría, lo dejaría, se decía siempre mientras atravesaba las calles en su coche patrulla, siempre una mano al volante y otra sobre la radio, atendiendo avisos. La próxima noche...