Revista Literatura

Conversaciones

Publicado el 29 enero 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz
CONVERSACIONES

Hace años atropellé a un hombre al que di por fenecido antes de bajarme del coche para socorrerlo. Vivía yo entonces en las faldas del ovetense monte Naranco, en un chalé desde el que se podía contemplar media Asturias. Tan buenas eran las vistas desde la terraza que incluso podía ver mi propio futuro, uno de esos vastos jardines sin aurora de Luis Cernuda o presente inmediato del atropellado de confirmarse mis presunciones. Lejos de confirmarse, fue premiada mi imprudencia temeraria, mi descuido al volante, con la amistad de aquel cincuentón ciertamente singular. Con un buen chichón en la cabeza, con trazas de mendigo, me contó que había sido millonario y que todo lo había perdido por culpa de su poco seso y del sexo. Vivía él cerca del apartado lugar del atropello, en una chabola. Él, que en palacios había vivido. Pero tenía planes: si se había hecho rico procedente de la miseria, rico volvería a ser más pronto que tarde. Y lo consiguió. Y hoy, cuando ya no vivo yo en aquel hermoso paraje de mi ayer, vive él en un palacio de la meseta leonesa. Como me limito a narrar lo que la existencia me va contando a mí, pronto se convirtió Nacho Pevida, tal era y es la identidad de aquel hombre que tanto había tenido, que había perdido tanto, en uno de los personajes principales de mi novela más autobiográfica. Muchas fueron nuestras conversaciones en mi chalé y en su chabola. En la actualidad, hablamos de cuando en cuando por teléfono. "Aquí tu víctima", se presenta él. Y recuerdo y aún sonrío yo.

Conversación con Nacho Pevida en mi chalé:

-¿Te aburro, profesor? -No, qué va. Al contrario. -Bien. Entonces te hablaré de otro pariente mío que vivía en una casa de campo mucho más humilde que esta tuya... Viudo desde hacía años, veía pasar por delante mismo de su vivienda de campesino los últimos trenes del día. Él nunca había viajado en ninguno. Desde el poyo, se fijaba en los pasajeros, en aquellas cabezas quietas y móviles a la vez que en ocasiones miraban por la ventanilla y quizá descubrieran su presencia junto a la puerta de casa. No quiso diñarla sin viajar en uno de aquellos trenes. Una tarde se acercó a la estación del ferrocarril más cercana y compró un billete. En marcha el tren, el paisaje en movimiento, no dejó de mirar por la ventanilla hasta que apareció el poyo donde él, como cada atardecer, permanecía sentado. ¿Él? No podía ser. Él estaba sentado en el tren, no en el poyo que ya no veía. Se apeó en la siguiente estación, tomó el tren de vuelta, apareció su casa de nuevo. Y, puñetas, allí seguía él, en el poyo, con los ojos clavados en el tren que pasaba... Sonríes, desconfías del juicio de este pariente mío o de lo que yo te estoy contando. ¿Me equivoco? -La química y lo paranormal no se llevan bien. -Pues razona, busca una explicación para este suceso que no tiene nada de paranormal. ¿No les pides a los chicos lo mismo, que razonen? Razona, piensa. Recuerda cuánto jode eso de tener que razonar, elemental la solución y uno sin puta idea. -No lo he olvidado. Y no, no resolví el enigma de exégesis simple, tan decepcionante como la de la mayoría de los misterios que dejan de serlo. -A mi pariente no lo había engañado la vista ni nada lo había trastornado. Llegó a casa y allí seguía él sentado en el poyo fumando un pitillo. Pero él no fumaba. El que fumaba era su hermano, muy parecido a él en casi todo. No solía visitarlo, pero aquel día sí lo visitó. Lo visitó y esperó su regreso pacientemente porque venía a pedirle un favor.

Conversación con Nacho Pevida cerca de su chabola:

-Por aquí, profesor. Mancharás los zapatos, pero verás lo que nunca has visto, o eso creo. El viejo que limpiaba cristales a precios módicos me condujo hasta un búnker que al principio tomé por la base hueca de hormigón de alguna torre para sostener cables eléctricos que no habría llegado a levantarse. Resbalé al acercarme a la fortificación de la guerra civil y nuevamente resbalé en la pendiente hacia el ayer. Dentro del búnker circular -angosta la entrada, con tres troneras rectangulares de diferentes orientaciones- un asiento de cemento permitía el reposo de dos culos a la vez. -Fíjate en el acabado interior: está como el primer día. No escatimaron materia prima, y aquí trabajaron albañiles de primera, los mejores, te lo digo yo, que algo sé de cementos y paletas. Observa en estos muros perfectos hasta dónde llega la estupidez de los humanos. -Algunos de los progresos científicos más espectaculares se consiguieron con el dinero de las guerras, con el dinero sin restricciones destinado a matar. -Y hoy se salvan vidas gracias a esos progresos. -Así es. -Progresos basados en nuestras estupideces... Como las flores que nacen sobre los excrementos... Había en los muros algunas pintadas de tiempos más recientes, nombres, corazones, aunque no tantas como cabía esperar Si pensamos en la aplicación de los jóvenes provistos de pulverizadores. -Mejor pensemos, profesor, en que resulta inadvertido este lugar para muchos de esos jóvenes tan aplicados. -Pues sí. Tomamos asiento, muy bajo el techo del búnker donde quizá se hubiera concebido alguna vida: ¿No sería irónico, no tendría gracia? -La misma gracia que la del dinero para matar que salva vidas.

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