Para los que no lo sepan, yo soy catalán, de Cataluña, un país para muchos de nosotros y una región de un estado mayor, España, para otros tanto de la propia Cataluña como de España. Los catalanes tenemos un idioma, instituciones gubernamentales, territorio e historia suficiente como para considerar que somos una nación, ya sea con o sin derecho a estado propio según las sensibilidades.
Desde hace años, prácticamente desde que tengo memoria, a los catalanes se nos ha tachado invariablemente de tacaños, insolidarios, egoístas, y no sé de cuántas cosas más. De niño me costaba mucho comprender porque había gente que vivía en Cataluña (incluso en mi propia familia) y que no paraba de hablar pestes de los catalanes, con lo fácil que hubiera sido irse a otro lugar..., curiosamente ahora escucho esto en República Dominicana de muchos españoles que se llenan la boca con las faltas de los dominicanos sin aprovechar la cantidad de aeropuertos que tiene este país. De algunos de estos he leído en las redes que somos parásitos, que merecemos la exterminación, a mí me han dicho que por qué le hablaba a mi hijo en catalán, con lo pequeño que era, o que era extraño que siendo catalán fuera simpático, e incluso buena persona. Nuestro toponímico acostumbra a tratarse con el adjetivo puto precediéndole en una combinación que parece hacer mucha gracia en según que ambientes. Las diferentes televisiones españolas nos han llamado nazis con total impunidad, han hecho consultas sobre qué era peor, si tener un hijo negro, maricón o catalán en un alarde de trogloditismo infinito, a las convocatorias multitudinarias y pacíficas de cientos de miles de personas las han comparado con la noche de los cristales rotos, y a los múltiples intentos por encontrar una situación pacífica se ha respondido con amenazas, descalificaciones e intentos por amedrentar.
Nuestra lengua, el catalán, milagrosamente viva entre dos idiomas de la potencia del español y el francés, es continuamente despreciada por motivos políticos, confinada desde las maquinarias de los estados con los que limitamos, o sesgada por nuevas academias político-lingüísticas paridas de intentos por no tener la palabra catalán en ningún texto oficial.
De igual manera en Cataluña he visto actitudes indignas al no querer nombrar la palabra España, algo tan ridículo como estúpido y que obedece al principio de que hay el mismo porcentaje de imbéciles que en todas partes, así como otras situaciones burdas, pero nunca he escuchado que se pida el exterminio de los españoles o que nadie se acerque a un padre y le pregunte por qué habla español a su hijo tan pequeño. Tampoco he visto que ningún niño se orine en clase por no saber pedir en catalán a su maestro que lo deje ir al baño, como se ha afirmado desde la caverna. Una caverna, por cierto, que trata así a los catalanes, pero que también llama incultos y vagos a los andaluces, brutos a los maños, o pueblerinos a los gallegos con absoluta impunidad.
Los capítulos de desencuentro entre las fuerzas sociales y políticas de España y Cataluña son infinitos y no son el fondo de este artículo ya que por fortuna es algo que no ocurre entre la gente por más que desde algunos sectores se pretenda que esto es una realidad. Quisiera aclarar también que nunca he sido nacionalista y que no creo en nacionalismos de ningún tipo. Los nacionalismos al final siempre pretenden tener una razón atribuida desde no sé qué fuente mística. Yo soy catalán, no necesito ir en contra de nada ni de nadie para afirmar mi pertenencia, ni de España o los españoles, ni de Francia, ni de República Dominicana, ni de ningún país o colectivo pacífico. Tampoco le he dicho en mi vida a nadie qué debe ser, justo lo contrario de lo que he vivido en infinidad de ocasiones pues cualquiera se atreve a decirle a un catalán de dónde es, ¿cómo puede atreverse nadie a decirle a otra persona de dónde o qué es? Cada ser humano es lo que consigue ser y es de donde se siente que es.
Estos días Cataluña se encuentra sumida en un proceso interno casi heroico por aclarar qué queremos ser los catalanes, porque no lo sabemos, no lo hemos preguntado aún, y sin preguntar no nos atrevemos a afirmar nada. Somos muchos, cerca de siete millones si hacemos caso de los censos, los que viven o hemos nacido en Cataluña. Millones de personas con sensibilidades diferentes, con ideas diferentes, con trayectorias de vida diferentes, con situaciones personales diferentes, pero que quieren en más del noventa por ciento de la población, si nos valemos de los pueblos que se han añadido a la convocatoria de nuestro gobierno por ir a votar, saber qué quiere ser la mayoría.
¿Cómo es posible que alguien niegue este derecho?
Yo no hablo de historia, ni de economía, ni de política, pues en cada uno de estos renglones podemos encontrar tantos argumentos a favor como en contra de que Cataluña se convierta en un estado independiente, pero bajo ningún concepto puedo comprender en qué se fundamenta una negación a la consulta popular. En mi propia familia mi padre, mi hermana y yo tenemos opiniones divergentes, o las teníamos, mejor dicho, pero todos queremos saber qué piensan nuestros vecinos, nacidos en Cataluña desde hace cien generaciones o venidos de fuera hace apenas seis meses atrás. Todos están convocados a decir qué piensan, qué futuro colectivo queremos. ¿Eso es un delito?, yo creo que no, yo creo que eso es democracia.
Mi posición personal es la de querer ser un estado normal no dependiente, como cualquier otro estado del mundo, con imbéciles y listos, con honrados y corruptos, con vagos y trabajadores, con la misma gente normal que hay en el resto del mundo, pero antes de dar ese paso queremos saber, como colectivo, cuántos somos los que pensamos así.
He visto manifestaciones pro derechos prácticamente a favor de todo, pero todavía no he visto, salvo contadísimas excepciones, a nadie que haya dicho que las personas tienen derecho a decidir qué quieren ser, a dónde quieren ir, o con quién quieren hacerlo. Si cualquier otro pueblo del mundo hubiera salido a la calle de la forma masiva como lo han hecho los catalanes en estos últimos años hubieran faltado páginas en la prensa para ponerse a la cola de la ola en defensa de sus derechos.
Como decía, esto no se trata de historia, de agravios, de venganzas, de política o de economía, se trata de sentimientos, por lo menos en mi caso. Siento envidia cuando mi esposa, colombiana, se pone la camiseta de su país y se va a ver un partido de Colombia con sus compatriotas, y animan, y comen bandejas paisas y arepas, y beben Club Colombia y ríen y gritan, ¡yo no lo he podido hacer nunca!. Cosas tan sencillas como ir a cualquier lugar del mundo, desde un hotel a un estamento oficial, y no ver nunca tu bandera, abrir cualquier menú de una página de internet y que estén todos los países del mundo menos el tuyo…
Cataluña, en toda nuestra historia, apenas ha tenido militares o conquistadores, pues la mayoría nacieron fuera, tanto así que incluso el general que nos defendió en la guerra de sucesión ahora hace trescientos años era castellano. En general no somos un pueblo de armas, nos asusta la violencia, somos negociantes y pactistas, como demuestra que no hayamos obtenido nuestra independencia por las armas como la mayoría de los estados, pero también se ha demostrado que somos constantes, que tenemos un sentimiento de pertenencia arraigado por cientos de años que no se ha roto a pesar de las múltiples peripecias que depara la historia de un pueblo. Ahora estamos en un momento histórico, hemos tenido que esperar hasta el siglo XXI para poder manifestar nuestra voluntad por saber quiénes queremos ser sin miedo a que una columna de tanques entre en Barcelona o que una formación de aviones nos bombardeé desde el aire, como sugirió un presidente español que debía hacerse cada cincuenta años y cuyas palabras se repiten invariablemente a lo largo del tiempo por bocas con cargos institucionales.
Es difícil expresar el sentimiento de pertenencia cuando el entorno te lo niega porque te conviertes en un pesado monotema que a todo el mundo cansa y aburre, pero estoy convencido de que por fin hemos dado con una combinación perfecta de movilización popular, políticos (honrados que tienen la visión romántica de ser representantes de las personas que los han votado, y corruptos que han comprendido que sus mullidos sillones van en el proceso), periodistas, personalidades de todos los campos, ciencia, deporte, religión, cultura, empresarios, industriales, catalanes universales que han triunfado en sus respectivas áreas y que han tenido el valor de comprometerse. Desde aquí mi absoluto agradecimiento para todos ellos, desde Pep Guardiola a José Carreras, desde Kilian Jornet a Carme Forcadell y los miles de voluntarios de la ANC, desde el rey de la rumba, el gran Peret, a Xavier Robert de Ventós, o de Xavier Sala i Martín a Miquel Calçada. Gracias también al President de la Generalitat y al Parlament.
Sé que somos pesados, que al resto del mundo no le importa demasiado lo que estamos viviendo, pero para nosotros, querido lector, para los catalanes, este es un momento que recordaremos por siempre y que marcará nuestro futuro próximo, por eso te pido que no nos lo tengas demasiado en cuenta si somos persistentes en lo mismo. Si todo sale bien, en pocos meses dejaremos de hablar de esto y animaremos, con una Estrella Damm o una Moritz bien fría, a nuestra selección como cualquier otro habitante normal del planeta.