Una vez en la calle, solo había que correr. Muy rápido, sin detenerse. En las esquinas había que cobrar valor y cruzar sin importar si el semáforo estaba en verde o en rojo. Apretar los dientes, entrecerrar los ojos y dar zancadas largas y seguras. Correr a pesar de que el corazón pareciera a punto de explotar. No mirar atrás. A ningún lado en realidad. Concentrarse. Pensar solo en el objetivo. En aquel edificio a dos cuadras, en su puerta de vidrio de cerradura antigua, en las llaves en la mano, en los dos pisos a subir a pie por escalera, en el departamento de una habitación, cocina y baño, pero por sobre todas las cosas, en el baño y que por la santísima intersección del señor y la virgencita estuviera vacío, porque si no...