Revista Literatura

Cosa de tres, (cuento de una página) por B.Miosi

Publicado el 05 julio 2012 por Blancamiosi
No comprendo por qué elegimos siempre una cafetería para tramar algo. Pese a estar rodeados de personas nos sentimos libres para planear, contar nuestras cuitas, romper con el novio, o si es el caso, amistar con él; hablamos, lloramos, reímos, sin tomar en cuenta al mesero, o a los vecinos de la mesa de al lado. Y muchas veces el primer encuentro con la persona que formará en el futuro parte fundamental de nuestras vidas, se da en una cafetería.
Siempre me he preguntado por qué se me ocurriría juntar a mis tres mejores amigas en una cafetería. Empezando por el hecho de que ninguna tomaba café. Éramos adictas al té, acompañado con galletas; de esas que son rellenas con crema pastelera. Pero así fue. Nos juntamos una tarde para hablar en privado acerca de la manera de resolver el matrimonio de una de nosotras. «Resolver el divorcio», sería la expresión adecuada.
Una de mis amigas había descubierto a su marido en la cama con su mejor amigo. El mejor amigo de él. Y ella no era mujer de medias tintas. Era todo, o nada. Tratamos de convencerla para que no armase tanto alboroto por esa nimiedad, le dijimos que hoy en día ser gay daba cierto caché, que los gays eran individuos muy interesantes, inteligentes y capaces, pero qué va. Lo que le dolía a ella no era que su marido fuese gay. Ella sentía tal complejo de inferioridad, que se reprochaba su falta de argucia femenina, como si hubiesen dependido de ella los cambios en los gustos de su marido.
—Los hombres que sienten atracción por personas de su mismo sexo, están claros. —Todas volvimos el rostro hacia la voz que provenía de un hombre de mediana edad, sentado en la mesa vecina, sin acompañantes—. Soy sexólogo, especializado en parejas gays —explicó con sencillez.
—Pero mi marido nunca dio muestras de ser homosexual.
—Un gay no tiene que ser homosexual, puede ser bisexual —respondió el sexólogo, acercando su silla.
A mí, su flema me estaba soliviantando. ¿Acaso le habíamos pedido opinión? Mis pensamientos fueron interrumpidos por nuestra amiga, la directamente afectada.
—¿Entonces usted cree que mi marido supo desde siempre que era gay?
—En el caso de su marido, no lo sé, pero muchos otros lo descubren después de que se casan y tienen hijos. Están como en estado latente, basta una leve señal y el asunto se dispara.
—¡Lo sabía! —dijo ella—, sabía que era mi culpa.
—No creo que sea culpa suya, de ninguna manera. —Afirmó una vieja, sentada a nuestra derecha—. No pude evitar escuchar su conversación, y al ver que el señor sexólogo tomó parte, me animé a participar.
«Vaya, esto va pareciendo un foro», pensé.
—¿Por qué asegura que no es culpa de mi amiga? —pregunté con curiosidad.
—Es culpa de los tiempos que corren —aseveró la anciana—, en mis tiempos no había tal cantidad de gente con esas tendencias.
—Las había, pero no se hablaba como hoy, señora —aclaró el sexólogo— la hipocresía de antes encubría muchas cosas…
—Mire, señor sexólogo, yo puedo decir mejor que nadie, que antes no había tanta gente rara. Me casé cinco veces, y enviudé dos. Tengo suficiente experiencia.
—¿Y por qué se divorció?
—Porque nuestros gustos no eran compatibles —contestó la anciana, de manera escueta.
—¡No hay derecho! —reclamó mi amiga, la afectada—, yo necesito una respuesta a mi problema, no que usted, señor sexólogo, se ponga a sonsacar a una anciana asuntos de su vida privada.
Todos guardamos silencio. El hombre, que había arrimado su silla a nuestra mesa, se alejó un poquito. La vieja tenía la suya ladeada, parecía una mesa para seis. El mesonero se acercó con su acostumbrado gesto ambiguo, que todas conocíamos, y dijo:
—Vivir y dejar vivir, ese es nuestro lema. —Dio la vuelta y regresó a la barra.
—Voy a pedir el divorcio. No soporto acostarme con un hombre que estuvo con otro.
—¿Y si fuese con otra?
—Así la cosa cambia.
—¿No cree que es él quien no desea estar casado con usted? —preguntó el sexólogo.
—Usted no se meta. No es su problema —dije yo.
—Pero hija… en eso él tiene razón, si fuese yo, hablaría primero, aclararía las cosas, o tal vez… ¿Nunca has probado el ménage á trois? —dijo la venerable anciana mirando a mi amiga, como si preguntase la hora.
El mesonero se acercó presto y veloz a una seña mía. Tal vez pensaría que le pediríamos consejo, pero pedí la cuenta. Iríamos a mi apartamento, mis amigas y yo, obviamente. No el mesonero. Allí, sin interrupciones externas solucionaríamos el problema. Observé el rostro de mi amiga y vi un brillo inusitado en sus ojos cuando dijo que lo dejásemos para otro día. Esa reunión nunca se dio. Parece que ella arregló el problema a su manera. Yo sigo pensando que las cafeterías son el lugar ideal para discutir de manera privada nuestros problemas, nunca se sabe cuándo puede surgir una idea que formará parte fundamental de nuestras vidas.
B. Miosi

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