Todo lo que me emociona es chiquito. Patti y los labios de Robert en un pequeño departamento de Nueva York o el segundo de una mirada cayéndole a mis ojos. Todo lo que me conmueve es abstracto, como la luz de mi casa, el cuadro de mi familia o la espuma de alguna orilla. Una palabra fuera de tiempo resucita el recuerdo de la señorita altiva y gris que fui y con eso, con eso, simplemente, es suficiente. Y sin embargo… Sin embargo a veces camino buscando monstros, historias compaginadas, almendras nacidas de un cerezo secándose al sol y pido al día cada vez que me despierta que me regale un cuento de ciencia ficción. Risas de pobres inocentes, neones que mi cuerpo rechaza o lo que sea que dé una razón para creer que algo de lo que sucede en esta vida tiene algún sentido. Y duermo sobre sábanas cada vez más caras, sonrío más-me río menos y olvido, a veces, que todo lo que me emociona es chiquito. Que lloramos de nostalgia en recitales que nos tatuamos, que cerramos libros de un golpe de impotencia, que estuvimos presos, muriendo en los rincones más oscuros de nuestra fantasía. Y que sobrevivimos. Que miramos una montaña y juramos compañía para toda esta vida y que todavía sostenemos esa palabra. Que nos gustan el cine, el teatro y la canción. ¡La papada de mi viejo! Cosas pequeñas, ¿no? Cosas que no dan, que incluso a veces quitan, cosas de las que nos queremos alejar porque son tan pequeñas y nosotros, pensamos, estamos para algo mucho peor. Buscamos más historias de Bukowski, más noches, noches, más fuegos, gritos, más plata, más fama, más popularidad, más certezas y sin embargo… Sin embargo ¿pensé? Ponemos lo pequeño en el rincón: el sillón en la esquina del living, la pierna sobre su pierna para dormir abrazados, mirándonos de cerca y respirándolos el olor hasta volver a sentir que todo lo que nos emociona es chiquito. Y asumirlo no es el problema. El problema es olvidar que podemos vivir, todavía y a pesar de todo, entre belleza y poesía.