Anoche oí un hecho sobre la inexorabilidad del destino. Un episodio que merece ser desarrollado más ampliamente, pero que ahora mismo, mañana de domingo y cerca de la hora de la comida, me encuentro imbuido en un agradable sopor que acaba con cualquier invención o adorno retórico. Lo relato tal cual.
En un taller de Tomelloso dedicado a la reparación de motores diesel, el dueño del mismo y gerente a la sazón, pensó en realizar una campaña de marketing. El hombre encargaría anuncios en los medios de comunicación hablados y escritos de la comarca con el fin de aumentar las ventas del negocio.
A la vez ideo la confección de octavillas publicitarias en una imprenta y repartirlas por todos los buzones de Tomelloso. Para la distribución de los billetes contrató a un jovenzuelo, hijo de un amigo. La familia necesitaba alguna adenda pecuniaria con la que aumentar la mínima economía familiar y el empresario pensó que a la vez que le entregaban la propaganda, ayudaba a un camarada.
El día convenido el zagal se presento en el taller a bordo de la bicicleta para recoger y repartir el cargamento de prospectos. Al entregarle el lote, el mecánico le observó que hiciese la faena sin excesiva prisa, que le pagaría a tanto por boleto, pero que lo hiciese concienzudamente y no se dejase ningún buzón ni puerta sin entregarle la hoja.
Se ve que el mocete no era excesivamente amante del trabajo y pensó que si descarga todos los anuncios en un mismo buzón podría irse a seguir jugando. Ideó hacerlo en un lugar dónde nadie lo notase. Y busco la última casa de un ignoto callejón y en el casillero del ático soltó la carga, yéndose a seguir dándole patadas al balón.
He de advertir que Tomelloso, sin llegar a ser Manhatan, tiene un casco urbano de casi doscientos cincuenta kilómetros cuadrados y cerca de cuarenta mil habitantes.
El sábado fue el perillán a cobrar a taller, pero no le pagaron. De todos los buzones de la ciudad, echó la propaganda en el de su jefe.
El hado, que no descansa.