Y es que, desde hace un tiempo, me vengo preguntando dónde está mi oportunidad en medio de todos los cambios que me suceden últimamente. Y resulta que, al menos en el aspecto laboral, parece que la he encontrado.
Este año, mis horas de trabajo y mis alumnos se han multiplicado. Y yo no terminaba de entender lo que significaba hasta que no llegaron los primeros exámenes y sus correspondientes correcciones. Hace más de un mes de aquello y, desde entonces, no he podido parar de corregir. Un tema se junta con el siguiente, termino un grupo y ya tengo otros tres esperando. Corregir llena mis días, fines de semana incluidos, y apenas puedo realizar otras tareas (ni laborales ni de las otras). Yo, que era famosa en mi centro por preparar fichas primorosas, por idear actividades creativas, ahora no tengo nada motivador, diferente, estimulante que ofrecer, porque si me dedicara a ello, no tendría de dónde sacar las notas para la evaluación.
Esta situación me ha amargado profundamente. Me he hecho preguntarme cuál es el sentido de mi profesión y, sumida en una desesperación absoluta, hasta cuál es el sentido de mi vida. Para mí, no había nada positivo en esto, y no dejaba de repetírmelo: "Nos han jodido. Con los recortes, nos han jodido la vida".
Hace unos días, sin embargo, empecé a ver la luz. Si bien es cierto que esta situación es prácticamente insostenible, y que las políticas que nos han llevado a ella son injustificables, y que a los peperos les desearía yo la mitad de lo que nos desean al resto; esta crisis, estos cambios me están sirviendo para alcanzar unas cotas inimaginables de asertividad.
En lo que respecta a darme a los demás, siempre he sido bastante pringada. Y más en mi trabajo que, hasta hace poco, era mitad empleo, mitad voluntariado social. Sin embargo, a base de no tener más remedio, he aprendido a decir que no con una soltura que roza el desparpajo.
Y eso que antes me apuntaba a todos los saraos. Estaba metida en mil comisiones, preparaba actividades extraescolares de todo tipo (concursos, gymkanas, fiestas), participaba en los programas de mejora de la convivencia, de la biblioteca... Al principio lo hacía porque estaba ansiosa de aprender un poco de todo. Después, porque todo el mundo contaba conmigo y me costaba muchísimo decir que no. Y aunque mi psicóloga me ayudó a aprender a decir que no y a comprometerme solo con aquello que podía sacar adelante, la crisis, los cambios han conseguido que mi nivel de participación se ajuste a la perfección a mi horario laboral.
Creo que dentro de poco alcanzaré lo que se ha convertido en mi ideal: ser como el típico funcionario que, cuando llega la hora de marcharse, cierra el garito y se va.
Quizá quienes me conozcan en ese estado piensen que soy una raspa con falta de compromiso y motivación. Y a mí me dará igual. Para una persona que se ha entregado con alegría a aquello en lo que creía, verse obligada a tener que dejar de hacerlo ya es lo suficientemente triste como para, encima, sentirse culpable por ello. Para alguien que, además, tenía ciertos problemas para poner límites, se convierte, irónicamente, en toda una oportunidad.
Seguro que si un pepero (o un cualquiero pro-recortes) leyera esto, pensaría que he ganado en eficacia, y que de eso se trata: de hacer más con menos, todo un éxito. Al pepero le diría yo unas cuantas cositas (si es que tengo paciencia para hablar, porque lo que me apetece no es precisamente eso), pero, sobre todo, le explicaría que toda la eficacia del mundo no le llega ni a la suela de los zapatos a un trabajo hecho con alegría e ilusión.
A mí me han robado ambas, y si me consuelo es porque quiero consolarme y ver en esta impuesta asertividad, en esta eficacia por narices, mi trocito de oportunidad.
En espera de poder recuperarme y volver a hacer un trabajo con auténtica calidad.