Hace unos días ya estaba inquieta por el camino que están tomando los acontecimientos en los últimos meses -o años más bien-, pero he de reconocer que ya no estoy inquieta, ni estoy asustada, no, para nada, ahora tengo miedo, puro, duro y llano miedo.
¿Qué nos espera al final de esta senda? En los últimos días me he hartado a leer en diversos canales eso de que, en todas las crisis, se ha seguido el mismo camino para recuperar la calma. ¿Cuál es ese camino? Muy sencillo, la primera etapa la tenemos clara, pues vivimos en ella desde hace unos años -aunque se haya intensificado su notoriedad en el último año-, y aunque no se sabe con certeza hasta cuando estaremos estancados en esta crisis, la que le sigue -remitiéndonos a la herencia histórica de este planeta- no es mejor.
La siguiente etapa del camino siempre ha sido una guerra -ya fuera dentro o fuera del propio país-. Con tan sólo escribirlo un escalofrío me recorre la espalda, y es que es algo muy grave el simple hecho de planteárselo como posible
La última etapa del camino es la prosperidad, pero perdonadme si se me antoja muy lejana. Prosperidad, ¿qué es realmente la prosperidad a la que aspiramos tras la revolución? ¿Tener oportunidad de tener un trabajo digno, un techo bajo el que cobijarse y un plato caliente -o frío, no hay que ponerse quisquilloso- que llevarse a la boca al menos 3 veces al día? ¿Poder disfrutar de los derechos -e igualmente de los deberes- por los que lucharon los que nos precedieron? ¿Tener un gobierno democrático en su más literal significado? ¿De qué prosperidad hablamos, de la nuestra, como pueblo, o de la suya, como oligarquía? Me asusta que mi sobrino no tenga un futuro, pero me asusta más aún que no tenga un presente.
¿Crisis, guerra, prosperidad? No estoy segura de que sea el camino correcto a seguir -a pesar de las bastas referencias de este sistema-, aunque cada día parece más claro. Ojalá una sociedad unida, ojalá un gobierno competente, ojalá un país ejemplo, ojalá un mundo perfecto, ojalá sueños cumplidos...
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