Cualquiera que me haya leído sabrá que llevaba tiempo buscando una alternativa. Una lotería que evitara que me reincorporara al trabajo, una oferta irresistible para trabajar desde casa, un aumento del sueldo de mi marido... Cualquier cosa menos volver a una situación laboral que yo sabía que pintaba muy fea.
Pues bien, el día ha llegado, el momento es aquí y ahora. Esta mañana he ido a la oficina a firmar el documento que acredita mi reducción de jornada y me he encontrado con que me ofrecían pactar mi despido, improcedente, por supuesto, y bien indemnizado.
Aunque parezca lo contrario, no fumo nada raro. Porque del no saber qué decir ni qué hacer me ha dado por reirme y mover la cabeza que no salía de ahí. Y no será que estaba asombrada porque no, no lo estaba.
¿Explicaciones?. Que la empresa no deja de despedir gente, que tienen pérdidas, que mi puesto y mis funciones ya no existen... Que puedo volver si quiero, que algo encontrarán para que haga, pero que si acepto el despido, mejor para ambas partes...
Cuando he salido de allí y me he metido en el coche he tenido que concederme unos segundos para respirar. No se puede conducir con esa sensación de mareo producida por la imagen mental de uno mismo andando por una cuerda floja, sin red, a puntito de caer al vacío.
No puedo decir que estoy contenta porque no lo estoy en absoluto. Ni siquiera me siento aliviada a pesar de que, en gran medida, lo deseaba. La decisión, por tanto, está bastante clara, no voy a volver si no tengo puesto ni labores y para poner a huevo un despido mucho más barato. Pero es triste, es doloroso incluso.
Toca recomponerse, una vez más, y esta vez con la convicción de que esta es la mejor oportunidad que he tenido en todos estos años de hacer algo que realmente me guste y me apetezca hacer. Sólo puedo ganar, no tengo nada que perder. ¡Pero qué miedito da!...