Parte de la Plaza de Armas de Aija, después del terremoto del 31 de mayo de 1970
(Foto: Internet)
Escribe Rogger Alzamora Quijano
Hace cincuenta años, una tarde de mayo, el cielo se volvió tierra.
Hace cincuenta años, la tarde del 31 de mayo, el dolor atropelló la hermosa tarde soleada.
Hace cincuenta años, el 31 de mayo, poco después de las 3 y 20 de la tarde, por alguna razón –o ninguna- la tierra se enfureció con Ancash. Nadie podía entender cómo los paisajes más bellos del planeta se iban convirtiendo en un amasijo de sangre, tierra, agua, llanto, caos, destrucción y muerte.
Los horrendos espasmos duraron 45 segundos. Puede parecer poco tiempo, pero en 45 segundos cien mil vidas se apagaron, otro medio millón se quedó sin techo. Cientos de miles de sobrevivientes fueron confinados para siempre a vivir entre la ausencia y la soledad. Todo un país y parte del mundo se unieron al lamento.
Alguien movió la tierra con furia. Alguien le arrancó un brazo al macizo Huascarán y provocó que su torrente bajara incontenible, rugiendo terrorífico y sepultando la bella y noble Yungay, la ciudad de las cuatro palmeras.
Tras días enteros de hambre e incertidumbre, el cielo de polvo fue recobrando su azul intenso y los rostros si ilusión. Se multiplicaron los planes. Nuevas casas, calles, plazas, mercados, emergieron de los escombros. Las esperanzas fracturadas eran reparadas con ayuda de gentes venidas de ultramar. Aunque hablaban lenguas indescifrables, tenían la llave maestra para abrir los corazones: el amor.
Hubieron también no pocos oportunistas que no dudaron en comerciar con el dolor humano y apropiarse de donaciones y dineros destinados a la reconstrucción.
Hace cincuenta años algunos quedamos en pie, testigos del dolor, el coraje y el inexcusable crimen.
Dedicado a la memoria de Miguel y Wattó Antúnez.
Estábamos por estrenar la casa nueva. Una casa que a mi madre le había tomado cuatro largos años construir. Esa misma tarde, en la canchita de “Santa Rosa”, se jugaría el habitual duelo a muerte: Alianza - U. Yo prefería ir a “Santa Rosa”, Pero mamá dijo que no.
A las dos ya estaba tendida mi cama. Era cosa de colocar los interruptores de luz. En la radio, la voz de Oscar Artacho dibujaba el escenario del partido inaugural de México-70, al que todo Perú asistía emocionado. Aija tenía su representante: el médico del pueblo, el doctor Guido, estaba en tierras aztecas para asistir al magno evento. La potente voz de Artacho no pudo cambiar el insípido sabor del México-URSS, partido inaugural. Solo el bullicio del estadio lograba animar a los escuchas.
Comenzábamos a desempacar las ropas, cuando un remezón nos hizo bajar corriendo, del segundo piso. Tras una leve pausa que parecía ser el fin del sismo, este se reavivó con incontenible furia. Agazapada en el dintel de la puerta, mi madre, le rogaba a mi abuela, atrapada en la vieja casa de enfrente.
—¡No salgas mamá! ¡Quédate ahí!
La grita pavorosa llegó desde los confines mientras nuestra casa nueva se abría por el vértice que daba a la calle Maravillas. Antes que se cerrara, pudimos ver el otro lado de la calle. Ese lapso interminable, de brutales sacudidas horizontales y verticales duró escasamente 45 segundos. Tos y ceguera se hicieron uno. El rumor amenazante llegaba y se iba con un eco interminable. Aire y sol se volvieron grito y llanto. Mi madre esperó aterrada el apocalíptico minuto protegiéndome, y cuando supo que la tierra se estaba calmando, cruzó la montaña de piedras, tejas, adobes, postes y cables eléctricos para rescatar a mi abuela. Luego, tomó su radio a pilas, su monedero y salimos a la calle, lo más parecido al escenario de un bombardeo. Mamá subió sobre su espalda a mi abuela de setenta años. Estaba dudando sobre adónde ir, cuando oyó a don Miguel Antúnez tratando, lo más serenamente posible de organizar la evacuación. El rumor indescriptible que había iniciado segundos después del terremoto se hacía más evidente. Nadie sabía qué era ni de dónde venía. Parecía el lejano aullido de un barco a la deriva. Lo más seguro era hacer caso a don Miguel.
—¡Se viene el agua! —gritaba con autoridad-. ¡Todos a la Plaza, a la Plaza!
Mi madre me preguntó.
—¿Agua? ¿De dónde?
No pude responderle. Solo se me ocurrió decir del fin de mundo. Era la única explicación para un niño de 11 años como yo.
La gente iba llegando a la Plaza. Hasta hoy no puedo olvidar el rostro de una mujer que llevaba en un brazo a su bebé muerta y en el otro a su hija gravemente herida. En lo más profundo de su dolor, aun guardaba esperanza.
—¡Arriba! ¡A la avenida! ¡Arriba! ¡La Plaza se hunde! ¡La Plaza se hunde!
Otra vez mi madre con mi abuela a cuestas.
El cielo completamente oscurecido por el polvo que se estacionó sobre Aija provocó que las primeras informaciones acerca de la tragedia nos dieran por borrados del mapa, en el que apenas habían sobrevivido treinta personas. Recogidos en la Avenida Buenos Aires, escuchábamos en Radio Victoria la relación de sobrevivientes. Mi abuela midió el tamaño de aquella noticia: Ya estamos muertos.
Aquél crepúsculo repentino, aquél ocaso terrorífico, duró cinco días. Los helicópteros se aproximaban y al ver solo polvo se iban. Ilusos, nosotros abajo gritábamos con todas nuestras fuerzas para captar su atención.
Aquella noche, entre réplicas que parecían tan brutales como las del gran terremoto, nos prestamos unos a otros cobijas y palabras de aliento. En mayo las noches son heladas y durísimas. Al filo de las nueve el ruido de un motor nos sobrecogió. Era la camioneta de Don Wattó Antúnez que había logrado despejar la ruinosa carretera para poder retornar. Había estado dirigiéndose a Huaraz llevando, como de costumbre, su cargamento de leche fresca, cuando el terremoto lo sorprendió antes de cruzar el Puente. Apenas bajó de su carro, don Wattó juntó unos cuantos hombres para descargar la leche, pidió una olla grande para hervirla en plena avenida. Todos bebimos leche caliente gracias a don Wattó. Al día siguiente, un comerciante de mandarinas siguió el ejemplo y repartió la tonelada de fruta entre todos.
Poco a poco, la tierra dejó de temblar y los pobladores fueron regresando a sus casas, excepto quienes tuvimos grandes daños en las nuestras, que nos quedamos unos meses más, viviendo en improvisadas carpas en la Avenida Buenos Aires.
Había pasado una semana cuando, alrededor de las siete de la noche, una explosión remeció la ciudad. Otra vez el caos y el pánico se adueñaron de nosotros.
Se trataba de un vómito de lodo negro, que se originó en las faldas del Imán Hembra, y que discurrió sobre el cauce del riachuelo que corre entre Paqos y Buenos Aires. El tránsito se cortó debido a la gran cantidad de fango.
Otro de esos días llegó desde Ciudad de México el doctor Guido, y se conformó una comisión para ir a la iglesia a traer al Patrón Santiago. El estado de la iglesia luego del desastre hizo presagiar lo peor. Sin embargo, ante el fervor general, los encargados y el párroco trajeron intacto al Apóstol. Durante la misa, la gente lloró a gritos. No era clamor, era gratitud. Pese a la gran destrucción, había que agradecer que hubiesen tan pocos muertos en esta ciudad de calles estrechas y caprichosa geografía.
El cinco de Junio un helicóptero se aproximó hasta el horizonte, pero se sintió intimidado por la enorme cresta de polvo que aún ocupaba el cielo, y se fue. Dos días después, por fin pudimos ver el legendario cielo azul aijino. Esa tarde otro helicóptero, esta vez brasileño, descendió en “Santa Rosa” en medio de vivas y lágrimas.
La solidaridad internacional se hizo presente y fue de gran ayuda, pese a las autoridades del gobierno militar de aquél entonces que tomaban ventaja de sus cargos públicos para abalanzarse sin rubor sobre donativos materiales y monetarios. Solo un botón de muestra: Un día nos reunieron a todos los escolares en plena avenida. Era para comunicarnos que Aija había recibido la donación de 200 teléfonos semiautomáticos, proveniente de un lugar que nadie conocía: Aruba. Emocionados con justicia, aplaudimos a la generosa isla caribeña. Jamás supimos nada de aquél donativo hecho específicamente a Aija, como de leyó en el documento. Si eso sucedió con algo que conocíamos, solo hay que imaginar cuántos donativos nos birlaron, sin que nos hayamos enterado.
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