Revista Diario
Son las 2:00 am y todos se han ido. El resto de pasajeros que venían con nosotros han ido a recuperar su equipaje o directamente a abandonar el aeropuerto para ir a sus casas, especialmente contentos porque el avión ha aterrizado 20 minutos antes de lo previsto.
Pero nosotros nos hemos quedado solos, porque sólo hemos bajado del avión para hacer escala y hacer un segundo trayecto que nos llevará de vuelta a casa. Sin embargo, esa primera sensación de desamparo se convierte inmediatamente en inmensa curiosidad. Miro a mi alrededor y me encuentro en la terminal nueva de uno de los principales aeropuertos del país, llena de tiendas, cafeterías y restaurantes. Siento que es la experiencia más parecida que he vivido a estar una noche en un centro comercial.
Y lo que es mejor, definitivamente no estamos solos. Casi inconscientemente me encuentro entablando fluida y relajada conversación con trabajadores del aeropuerto de muy diversos ámbitos, así como otros usuarios, tratando temas relacionados con nuestros vuelos así como otros que no lo están en absoluto. De hecho, por el ambiente y la complicidad que surge entre los allí presentes, siento que vuelvo a revivir sensaciones vividas hace años en younghostels.
Me acomodo en una de las hileras de asientos especialmente acondicionadas para pasar largos períodos de tiempo de espera. Pero a los cinco minutos mis lumbares me transmiten que esto es España, y que estos asientos nada tienen que ver con los acolchados y flexibles que dos horas antes había utilizado en otro aeropuerto internacional. Me resigno, pues, a encontrar una postura relativamente cómoda durante el resto de la espera.
No obstante, asientos decentes no, pero pantallas de plasma de un tamaño digno de cualquier sala de cine que se precie, sí. Me propongo entonces aprovechar la tan útil inversión que el gestor de turno del aeropuerto ha realizado con mis impuestos, y me pongo a ver la retransmisión de los juegos paralímpicos que está sintonizada. Me doy cuenta que son las primeras imágenes de estos juegos que veo. Durante los quince días de los Juegos Olímpicos estuve mimetizada con la televisión, para no perderme detalle de aquellas competiciones que me interesaban (sobre todo de aquellas cuyo seguimiento por los medios de comunicación en los siguientes cuatro años sé que va a brillar por su ausencia). Pero desde el macro concierto de pop británico en que consistió la gala de clausura no había prestado atención a los atletas paralímpicos.Pero nunca es tarde, me digo, y procuro introducirme en la retransmisión de una prueba de natación. Sin sonido, claro.
Porque, cómo decirlo, el aeropuerto está en "modo noche". Las televisiones sin sonido, las luces apagadas, los establecimientos cerrados y los aviones en tierra.
De pronto algo interrumpe mis pensamientos. Miro a un costado, y la persiana de un Zara empieza a alzarse. Son las 4:30 am señores. Pero así se levanta un imperio, me digo. Después de un romántico viaje con mi chico en el que no hemos reparado en gastos, me esfuerzo por hacer cumplir la promesa que yo misma me había hecho horas antes de no gastar nada más que en lo imprescindible en las próximas semanas. Y está claro que el enésimo vestido de Zara de esta temporada no se puede considerar como tal.
Una vez que mi tarjeta de crédito suspira de alivio, me propongo investigar las numerosísimas y hasta ahora desconocidas para mi aplicaciones del móvil que semanas antes he adquirido. Salseando me encuentro con juegos, esas "dichosas aplicaciones que sólo ocupan espacio en la memoria" del aparato. Pero mi gesto cambia cuando descubro el que creo que ha sido el único de este estilo que me ha gustado: el tetris. Sí, lo sé, no tengo remedio. Pero este clásico y casi prehistórico juego es el único de este estilo que me entretiene. Pero tanta emoción hace que la batería del móvil se quiera coger un descanso y me veo brúscamente interrumpida de mi juego. Realmente desconcertada, busco a mi alrededor enchufes. La gente tendrá la necesidad de conectar sus ordenadores portátiles, me pregunto. Craso error. Aquellos que tengo a mi alrededor disponen de cargadas tabletas. Y cuando por fin descubro el único enchufe en cien metros a la redonda compruebo, con resignación, que una guiri se me ha adelantado.
Siento que el estómago me pide una gran y poco sana ingesta de comida. Descubrimos que uno de los pocos locales abiertos es el de una archiconocida cadena de comida rápida y no dudamos en pedir un menú completo. Casi nunca acudimos a un local de esta cadena, de hecho, me atrevería a decir que hará años (y cuando digo años es unos diez tranquilamente) que no entramos al local sito en nuestra ciudad. Pero sentimos que es el lugar y el momento idóneos para ese reencuentro.
Han pasado casi dos horas y ahora nos encontramos en una nueva puerta de embarque. Miro al cristal. Veo impresionantes aviones, de aquí y de allí. Lucen imponentes en la cálida noche de verano que tenemos, lévemente iluminados por la estructura de las instalaciones. Miro a la gran cristalera de la terminal y veo gente transitando entre los aviones. Pero rápidamente me percato que es simplemente el reflejo en el cristal del flujo de pasajeros para los primeros vuelos de la mañana y que ópticamente, y como consecuencia de ser de noche, de una manera nítida se reflejan en el cristal. Como si fuera una guiri, me camuflo junto a la pseudo-tienda de campaña que se ha montado una belga junto a una columna de la terminal, y me siento en el suelo para poder cargar mi teléfono móvil, enfrente justo de esa cristalera que hace de linde entre la terminal y el exterior.
Pero esos primeros vuelos de la mañana hacen que la atmósfera del aeropuerto cambie radicalmente. De repente se hizo la luz, los establecimientos abren en masa y ejecutivos con traje y corbata empiezan a proliferar por la terminal.
Un nuevo día comienza en el aeropuerto. Y me doy cuenta de que es la primera vez que voy a volar miestras amanece, y he de decir que que es precioso despegar mientras los primeros rayos de luz se cuelan entre las nubes.
Para mi sorpresa, hacer escala de noche ha sido toda una experiencia llena de nuevas sensaciones. Parecía que el mundo se había detenido. Que había una cara B de la vida. Y lo cierto es que me ha encantado experimentarla. Que para eso una es joven y aguanta sin problemas una noche sin dormir. Sobre todo porque el viaje a Venecia con mi chico, coincidiendo con la Mostra, ha sido uno de los más maravillosos que he hecho.
Un besito. S.
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