Domingo 26 de septiembre de 2010Era el cumpleaños 31 de Luis, mi novio, por lo que no nos sorprendió que el teléfono de casa sonara a las 8 de la mañana y escucháramos la voz de su mamá, quien estaba en la Ciudad de México. Lo que nunca nos imaginamos fue que además de felicitarlo, le contó que acababa de hablar con Enrique, mi cuñado (quien sí estaba aquí en San Cristóbal) y que nos pedía por favor que fuéramos a ayudarlo porque se había inundado su casa.
Llamamos a Enrique y fue entonces cuando comenzamos a descubrir lo que había pasado: después de 24 horas de lluvia tupida y constante TODOS los ríos que atraviesan San Cristóbal se habían desbordado y había decenas de colonias inundadas.
Sin pensarlo dos veces nos vestimos y a las 9 de la mañana con impermeables y botas de lluvia ya íbamos rumbo a la casa de mis suegros que se encuentra justo frente a un río; unas 5 cuadras antes de llegar a su casa empezamos a notar la inundación, dos cuadras más adelante el agua nos llegaba a las rodillas y al intentar dar la vuelta hacia donde normalmente se encontraba el río el agua nos llegó hasta la cintura... comprenderán que a esa altura los impermeables y las botas de lluvia eran ya completamente obsoletas. Además, toda la gente trataba de salir de las zonas inundadas y nosotros, tercamente, intentábamos entrar... no faltó quien quisiera disuadirnos de seguir adelante.
En el camino escuchábamos noticias por radio y de la gente que encontrábamos: San Ramón con más de un metro de agua, La Isla había desaparecido, en no-se-donde se habían derrumbado varias casas, todas las carreteras estaban destruidas, el ejército estaba llegando a la ciudad…
9:30: Llegamos a la casa de mis suegros batallando contra la corriente de lo que ya para entonces era un río constante, el panorama era impactante: en el patio nadaban el refrigerador, la estufa y la lavadora; incluso adentro de las habitaciones el agua nos daba más o menos a la rodilla. Muchos de los vecinos de la acera de enfrente -la que está más cerca del río- se habían ido a refugiar a la casa desde las 5 de la mañana cargando con todo lo que tenían: colchones, muebles, ropa, utensilios de cocina y ahora trataban en vano de salvar sus pocas pertenencias. Enrique había conseguido una escalera de mano bastante alta con la que trataban de subir a la azotea lo que más les importaba: televisiones, equipos de sonido, ropa, papeles... y hasta juguetes. Era desolador ver a la gente llorando y diciendo: “Es todo lo que tengo, por favor, ayúdeme a salvarlo”.
A esa hora, las casas de la acera de enfrente ya habían desaparecido y los encargados de Protección civil trataba de convencer a la gente de irse hacia los refugios... la lluvia había parado, pero el agua seguía bajando de los cerros y el río seguía creciendo. Comenzaron a pasar enormes camiones del ejército, los únicos vehículos que a esta altura podían pasar sin riesgo, subiendo gente y ayudando a quienes habían quedado varados en sus casas.
Después de verificar que el último vecino estuviera a salvo, Luis, Enrique y yo procuramos salvar lo más posible de la casa de mis suegros, bajamos todos los interruptores de luz que, milagrosamente, seguía funcionando sin hacer cortos y no nos quedó otra más que cerrar todas las puertas con llave, echar la bendición y regresar a nuestra casa con el perro de mi cuñado incluido, quien aprendió a nadar en aquel momento. En el trayecto de regreso vimos muchísima gente en las azoteas de sus casas, pidiendo ayuda, otros tantos tratando de salir o simplemente sentados en la azotea llorando sin llorar, con la vista perdida en el agua que les había arrebatado todo. Tuvimos por un momento la intención de quedarnos a ayudar a más gente, pero estábamos ya muy cansados y en realidad no podíamos ayudar mucho más.
11:00. Ninguno de nosotros había desayunado y Enrique llevaba 24 horas sin dormir, así que fuimos a la casa desayunamos, nos pusimos ropa seca, descansamos un poco y luego nos dimos cuenta de que no podíamos quedarnos sentados sabiendo cuál era la situación afuera. Enrique decidió ir a ayudar a la Cruz Roja (es socorrista ahí) y Luis y yo decidimos acercarnos a un albergue que habían puesto en el centro de convenciones del Carmen para ver qué podíamos hacer.
12:30. Llegamos al albergue y nos reportamos con los encargados quienes nos dijeron que lo más urgente era ayudar a separar y repartir la ropa que iba llegando por costales. En ese momento en el albergue había unas 100 personas, sobre todo niños y mujeres de muy escasos recursos, todos con cara de susto, dolor e impotencia. De inmediato pusimos manos a la obra para separar la ropa entre lo que era para mujer, hombre, niño, niña, bebé, zapatos, cobijas, colchonetas... Fue una grata sorpresa descubrir la rapidísima reacción de la gente, llegaban camionetas cargadas de cobijas y ropa; gente que llegaba con ollas de café, atole, sopa, arroz, frijoles... cajas y cajas de pan, de tortilla, de vasos y platos desechables. Con el correr de las horas fueron llegando más y más damnificados. Sólo teníamos un faltante grave: pañales desechables y ropa de bebé. Pero dicen que la necesidad hace milagros y rápidamente las mujeres supieron improvisar pañales con bufandas, sabanitas o lo que tuvieran a mano. Un dato curioso: la mayoría de la ropa para hombre era de tallas muy grandes y todos los señores que necesitaban ropa, como buenos indígenas, eran flacos y chaparritos... como se nota que quienes regalan su ropa son quienes sí tienen para comer... Tuvimos que convencerlos de usar un mecate como cinturón y arremangárselos de las piernas, pero al menos tenían ropa limpia y seca.
4:30. La lluvia comenzó a arreciar y el nerviosismo de la gente también. Había muchos niños inquietos y asustados así que hablé con la gene de protección civil y les pedí autorización para organizar algunos juegos con los niños. Me paré en medio del salón y con toda mi voz empecé a llamar a los niños a formar una gran rueda... En cuestión de segundos tenía más de 30 niños jugando La rueda de San Miguel, La víbora de la mar, El baile Muzumbé. Fue muy gratificante escuchar sus carcajadas y ver cómo aunque fuera por unos momentos se olvidaban de la tragedia por la que estaban pasando. A la vez, las mamás pudieron descansar un rato y comenzar a organizarse por familias para recibir colchonetas y cobijas.
Después de unas cuantas canciones nos dimos un receso para ir a comer, en la cocina del albergue nos dieron un plato bien servido con huevito con salsa roja, frijoles, arroz, su buena dotación de tortillas y un atolito de arroz riquísimo. Regresamos con la gente y nos pidieron que organizáramos otra sesión de juegos, en la que aproveché para pedirle a los niños que le cantáramos Las Mañanitas a Luis.
A las 7 de la noche la cantidad de gente en el albergue estaba cerca de los 300, pero había muchas manos para ayudar, así que decidimos regresar a casa a descansar. Había sido un día largo y cansado, pero al menos teníamos una casa seca donde llegar.
En el camino de regreso a la casa veíamos a la gente en el centro del pueblo como si nada, muchos no se habían enterado de lo que estaba pasando en las colonias más alejadas y seguían con sus paseos de domingo como si nada. Me daban ganas de agarrarlos por los hombros y decirles: “¡¡¡¿¿Qué no te das cuenta de lo que está pasando??!!!”. Llegamos a la casa y prendimos la computadora para ver los periódicos por Internet, pero ¡oh, sorpresa! Ningún periódico, ni local ni nacional, decía nada de lo que estaba pasando no solo en San Cristóbal sino en todo Chiapas... Pero era domingo y nadie sabía nada.
Lunes 27 de septiembre de 2010Despertamos temprano para recibir a mis suegros que venían regresando de la Ciudad de México, procurando no asustarlos mucho les contamos lo que había ocurrido en su casa, desayunamos y decidimos ir a ver cómo estaba la situación por allá. A las 10 de la mañana ya íbamos nuevamente hacia la colonia de la Sagrada Familia.
Afortunadamente desde el camino nos dimos cuenta de que el nivel del agua había bajado completamente y el río había vuelto a su cauce habitual. Sin embargo el paisaje seguía siendo muy triste: la gente regresaba a su casa para hacer el recuento de los daños y además se encontraba con una capa de lodo de 5 cm que lo cubría todo. En cuestión de minutos empezaron a escasear los productos de limpieza de las tiendas cercanas, hacían falta escobas, jaladores, cubetas, cloro... Pronto en las banquetas comenzó a acumularse basura: desde ropa cubierta de lodo, cartones mojados y juguetes rotos, hasta colchones inservibles, sillones, refrigeradores, estufas... En las paredes de las casas se veía la marca de hasta dónde había llegado el agua, en algunas zonas esa marca rebasada el metro y medio de altura.
Llegamos a casa de mis suegros y sólo entonces fuimos conscientes de todo lo que había ahí; teníamos muebles, ropa y cosas de cuatro o cinco familias a quienes tuvimos que localizar para que fueran por ellas. Entre toda la familia y algunos amigos de Enrique comenzamos la tarea de limpiar, escombrar y rescatar lo que se pudiera. Para colmo, no había agua en el tinaco, así que tuvimos que aprovechar al agua de lluvia que otra vez se hacía presente; en el patio se veían varios tambos, cubetas y cualquier recipiente donde pudiéramos juntar agua para limpiar.
Un rato más tarde comenzaron a pasar camiones de basura que no tardaban ni media hora en volver a pasar en sentido contrario llenos hasta el tope. También vimos camionetas de protección civil repartiendo galones de cloro y gel antibacterial.
Los vecinos a quienes Enrique había ayudado comenzaron a llegar por sus cosas... para llevarlas nuevamente a su casa: en la orilla del río... Sabían que aún había amenazas de que la lluvia continuaría pero no tenían otro lugar donde llevar todo. A pesar de la tristeza y la desesperación, no dejaban de agradecernos por haberlos ayudado.
Tardamos más de 5 horas en terminar de limpiar todo. A esa hora, vimos con emoción cómo empezaban a llegar a la colonia autos particulares con gente que venía a repartir ropa, pañales, comida y cobijas para la gente que lo necesitara. No eran autos nuevos, no era la gente rica... eran coches viejos, gente humilde que había corrido con mejor suerte esta vez y querían ayudar a los demás. Es en esos momentos cuando uno recupera la confianza en el género humano.
Siempre me había tocado ver en las noticias escenas de desastres como este, pero nunca me había tocado vivirlo tan de cerca, tan en carne propia. La tragedia aún no termina, hoy entró un frente frío y hay amenaza de otro huracán más. Sólo en San Cristóbal hay miles de damnificados. Comunidades como Yajalón y Chenalhó (cerca de San Cristóbal) prácticamente desaparecieron del mapa y permanecen incomunicadas.
Ayer una amiga me preguntó si no había considerado salirme de San Cristóbal antes de que pasen más cosas. ¡Nunca! Este es ahora mi pueblo y mientras pueda seguir ayudando lo voy a seguir haciendo. No tendré muchos recursos materiales para compartir, pero mis manos seguirán ayudando a limpiar; mis pies seguirán jugando rondas con los niños; mi voz y mis ojos seguirán siendo testigo de todo lo que pasa aquí.
Ana Laura Saucedo