Es necesario regular el paso de personas por la orilla de la playa. Decenas, tal vez cientos de ellas circulan a lo largo de la mañana por allí, hormiguean, deambulan o siguen con paso firme las huellas de otros cientos anteriores a ellas que ya pasaron horas antes. Bañadores ceñidos, bikinis ajustados, top less venidos a menos, vestidos de leves trasparencias, abdómenes dados de sí, carnes prietas, modelos musculados de tórax acompañados de esculturales -y jóvenes- cuerpos dorados, redondas tripas llenas de vida de multitud de embarazadas...
Un gentío de personas marchando al mismo son, émulos del paso castrense, ansiosos de mostrarse o de absorber la máxima cantidad posible de rayos de sol. Una riada de faldas suaves, camisetas de tirantes, blancuras lechosas de recién llegados y pareos casi tahitianos, exhibiéndose ante un público de sombrillas coloreadas y cremas de sol llenas de arena.
A paso seguro, uno, dos, tres, cuatro, espalda recta, conversación con el vecino o auriculares para no ver a los demás. Uno, dos. Niña Pequeña intentando acercarse con su cubito a la orilla y coger así las conchas con las que decorar un castillo de arena...