A mi lado, en el metro, una pareja de chicas conversa. Una de ellas es muy llamativa. Viste una blusita atada con un nudo por debajo del pecho con cuadros vichy blancos y rosas, un mini pantalón vaquero, muslamen al aire e incipiente celulitis. Bajo la blusa, corpiño de lentejuelas. Adivino tetas de goma, prietas y generosas, de actriz porno. Maquillaje de noche, pelo negro. Habla con la otra, menos llamativa. Mientas lo hace, observa a los hombres que entran en el vagón en cada estación. Todos la miran. Yo observo.
Su conversación es anodina, insulsa, utiliza las mismas frases, coletillas, expresiones de pija de quiero y no puedo, que delatan que solo puede seducir a golpe de vista.
Los hombres que la buscan no quieren más que una cosa de ella, la única que posee y la única que explota y cuida. No es el cerebro, sin duda alguna. En unos años, se cansaran de esta mujer y acabará gorda, con una pinza en el pelo, gastando las mismas expresiones vulgares, las mismas coletillas. Amargada. Se preguntará qué pinta ella en la vida, qué puede hacer para salir de las cuatro paredes de su casa. Lentejas, polvos sabatinos y mierda, mucha mierda.
No tengo su tipo ni sus tetas ni su edad, pero tampoco deseo que el hombre que me mire, solo vea tipo, tetas y edad. No viviré su vida y no me preguntaré qué hice con ella. Y por supuesto, no cambio mi camiseta negra por su blusita de cuadros vichy. Los hombres que me miran no montan en metro ni babean, los hombres que me gustan son los que huelen a inteligencia y no a hormonas desatadas y sexo. Y luego, que esa inteligencia, me haga el amor.