“Despídete de tu barrio y del mundo en general,y que en la tierra nadie quede sin bailarla canción del final del mundo”.Extracto de “La Canción del Final del Mundo” de Rubén Blades.
¡Fin de mundo! es una divertida expresión que muchas personas usan cuando escandalizadas, ven a alguien –casi siempre de generación posterior– realizar algo que a ellas no les permitieron, que les parece totalmente inaceptable, o que es tan novedoso o radical que debe ser síntoma de la proximidad del apocalipsis. Por ejemplo, ante una pareja bailando reggaetón hay quien dice: “Mira esa muchacha; pero qué atrevimiento. ¡Esto es fin de mundo!”.
Recuerdo un caso; creo que la fecha señalada era el 27 o 28 de Agosto de 1978. El Ávila, la magnífica montaña que adorna a mi Caracas natal, se abriría dejando pasar al mar y entonces la capital desaparecería. La noticia aparentemente la propagaba un tipo que usaba lentes oscuros; después de contarle su funesto mensaje a cualquier transeúnte, se quitaba los lentes para mostrar unos ojos tan extraños que revelaban su extraterrestre procedencia. Fue ese el rumor propagado en Caracas entonces: un alienígena anunciaba la pronta terminación del mundo, o en todo caso, de la ciudad. Nadie había visto al personaje de marras, pero todos conocían a alguien que conocía a otro que sí lo había encontrado.
Uno pudiera simplemente seguir sin hacer mucho caso de los dramáticos anuncios; total, el fin del mundo ha sido revelado no sé cuántas veces ya y aquí seguimos, pero es que también podríamos inscribir estos escenarios en lo que llaman “la comercialización del miedo”. Sé que algunas de las alarmantes aseveraciones tienen fundamento y que su propósito es que reflexionemos sobre ciertos patrones que de mantenerse pudieran tener consecuencias lamentables, pero también están las que a mí me huelen a inventos de oportunistas fragosos que buscan lucrarse a cuenta del temor del inocente.
El acabose del planeta debe ser manía antigua, por lo menos desde que el bíblico libro del Apocalipsis se difundió. ¿Cuál será la fascinación por tan temido evento? Porque no es sólo que el suceso resiste a los insistentes y evidentes fracasos de quienes lo predicen, sino las novedosas formas que asume cada vez que vuelve a surgir. Desde gallinas mensajeras, sin olvidar al insoslayable Nostradamus, hasta programas informáticos de predicción de mercado han sido utilizados como clarividentes faros que alumbran el camino hacia… la oscuridad total. Casi escucho al mercader gritando con su altavoz: “Venga, pase por aquí y escoja usted su propia calamidad planetaria personalizada; aproveche ahora que después no habrá después. Y si se lleva dos… ¡le hacemos un descuento!”.
Pero no crean ustedes que fueron esos los únicos años señalados como el último de la historia; el final de los finales también fue previsto para los años: 1000, 1033, 1426, 1534, 1666, 1809, 1814, 1859, 1874, 1878, 1881, 1910, 1914, 1918, 1925, 1973, 1975, 1977, 1981, 1982, 1984, 1987, 1988, 1989, 1992, 1993, 1994, 1996, 1997, 1998, 1999, 2000, 2001, 2002 y 2004. A veces un supuesto visionario indica una primera fecha y luego, sin amilanarse ante el fiasco del vaticinio, él mismo suelta descaradamente una nueva data. Supongo que el fanatismo sibilino estará por encima de nimiedades como responsabilidad, precisión y credibilidad.
La más reciente advertencia sobre el último día es una dichosa profecía maya que según algunos, señala el 21 de Diciembre de 2012 como la próxima fecha fatídica. Pues bien, pensando otra vez en posibilidades comerciales, si yo tuviera una agencia de festejos, desde ya estaría armando para la noche del 20, un ágape descomunal que titularía “La Fiesta Final”, “La Rumba Catastrófica”, “La Última Pachanga” o algo por el estilo. Las entradas las vendería carísimo, con el argumento doble de que de todas formas el dinero después no va a servir para nada, y que si nos vamos a ir de este mundo, mejor es que hayamos bailado, comido y bebido bastante. De la misma manera, organizaría “La Celebración del Día Siguiente”, “El Sarao de la Profecía Piche” o “El Resurgimiento”, justo para la noche después, con la excusa de festejar el haber sobrevivido, una vez más, al fin del mundo. ¡Ah, y le daría un descuento al que comprara entradas para las dos!
En todo caso y viendo el interés que el tema genera, creo que inventaré mis propias variantes literarias del fin del mundo. Nada mejor para acabar con la civilización tal cual la conocemos, que un virus informático con un algoritmo basado en la estructura molecular del ADN de la mosca tse tse, que elimine las ganas de trabajar para siempre; o una bebida alcohólica producida a partir de la corteza del clon de un árbol prehistórico, de sabor irresistible y que haga que los políticos digan la verdad de una buena vez; o un antiguo cántico extraído del pergamino de una sacerdotisa hermafrodita y tuerta del siglo 7 ½ a.c., que interpretado en canon a tres voces al son de un tambor de cuero de hipopótamo albino, sirva para invocar una tormenta de crema chantilly con harto colesterol. Quién sabe si hasta publico un libro y me gano un dinerito extra. Eso sí, seguro que cuando algunos vean que yo también he escrito mi versión del desastre terminal, dirán: “Pero bueno ¡esto es fin de mundo!”.
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