La inquietante etapa de la adolescencia es el amanecer de la persona adulta, cuando la luz desbordada es cegadora, llegados a la madurez, la luz es más cálida y serena.
Cuando amanece en tu rostro muestras la inquietud del alba, el sable afilado de la luz que todo lo indaga,
el ansia de alcanzarla hora del mediodía y recorrer el horizonte que bosteza.
Pero yo ya tengo la tarde reposando sobre mi espalda, la hora serena en que todo sestea. Y no me interrogo por qué una mariposa rota lleva las alas cargadas de polvo de estrellas.
Ni por qué la piedra del río escribe su historia en la orilla del mundo que la ignora.
Ni dónde va el ave que dibuja su sombra sobre la hierba, sobre el mar y sobre ese niño que intenta tocarla.
Sólo quiero permanecer despierta cuando la tormenta recorra la noche temerosa, herida de luz.
Ya sólo recojo silencio que gota a gota roza mis labios áridos, sedientos. Ya sólo contemplo la esencia viva que late.
Y la brisa de la tarde me acompaña por la vereda azul que aún no he pisado.