Cuando el otoño nos muestra lo que será el duro invierno

Publicado el 11 agosto 2019 por Atom Cobalto


Llega ese día que tu jóven espíritu reconoce estar encerrado en un cuerpo que no responde. Un cuerpo que comienza a envejecer sin tener en cuenta tus ánimos, sueños y diversiones. Es como si se empezara a petrificar un niño que juega con los amigos en la calle.
De los pies a la cabeza ya nada te responde, ya nada es lo mismo. Un día, al azar, te lavas las manos y observas pequeñas manchas en la piel a las cuales no das importancia porque a penas clarean. Más adelante, cuando terminas de ducharte, limpias el vaho del espejo y apareces tú como si alguien cruel te hubiera dicho la gran verdad: Ya no eres jóven.
Tu cuerpo ha cogido peso, el vientre lo tienes como hinchado, tu piel se ha llenado por completo de todo tipo de manchas, de texturas y de formas matando a esa piel tersa y homogénea de la que siempre disfrutastes. Y lo peor, dejas de quererte o de gustarte. Ahí empieza el declive provocado por la inseguridad y la no aceptación.
Todos te dirán que estás muy bien para la edad que tienes y que lo importante eres tú. Sí, tú, esa persona a la que sigues queriendo pero te traiciona arrugando tu cuerpo, acentuando tus expresiones y descolgando cualquier parte de tu cuerpo que jamás le diste importancia. Esa persona que se refleja en el espejo como una caricatura burlona e hiriente de lo que fuiste
Ya no eres jóven. Ya no perteneces a ese equipo y, aunque tu esencia sea eternamente un adolescente, el espejo te devuelve la realidad de tu día: El tren partió.
La ropa que tanto te gusta comienza a sentarte ridícula. Te das cuenta que algo más clásico y menos transgresor te equilibra un poco.
La piel del cuello se descuelga, las manos se manchan, el vientre se hincha y cientos de manchas desagradables toman posesión de toda tu piel. Hasta el gesto se trasforma en bobalicón.
Pierdes vista de manera irrecuperable incluso con gafas, te duelen las piernas al andar más rato, la ropa no te sienta bien ni los colores vivos alegran tu expresión. Te cuesta levantarte y agacharte...
Ves pasar a gente más jóven y te quedas mirando como quien ve con resignación y dolor que su tren sale de la estación mientras tú sigues clavado en el anden con muchas maletas llenas de ilusiones perecederas.
Silencio.
Hasta el amor, muchas veces, te deja solo porque tu pareja se ha cansado de ese deterioro aunque la comunión entre ambos sea muy grande. Pero ahí está todo el cariño del mundo. Solo el cariño. Las ganas de experimentar, de encontrar algo nuevo, de seguir viviendo como un jóven...te aparca en el vado de la soledad.
Qué hago ahora. Con quién puedo intimar, quien puede ser amigo nuevo en este viejo mundo....
Y tendrás amigos, compañeros, familiares que te aceptan como ley de vida que es. Otros, con sentimientos más privados, te abandonaran o traicionaran porque es la misma ley de vida que nos impulsa a envejecer, a divertirnos, a llorar, a flirtear o a hundirse en el mismo infierno.
Es duro comenzar a envejecer sin ser aún una persona mayor. Muchos se alejan buscando algo mejor y unos pocos se acercan para ver qué pùeden sacarte. Y ninguna postura es reprochable. Es la ley de vida de una vida que nunca mereció la pena vivir.
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