Es vox populi y por su eficacia, medida aceptada globalmente, que cortar por lo sano es una forma expeditiva de salvar la vida a alguien. Cercenando el miembro gangrenado con generosidad de modo que aunque se elimine con él tejido sano, se garantiza que el mal no se propague por el organismo.
Tampoco es malo del todo recortar ramas secas y enfermas para que una planta rebrote con lozanía, potencia y redoblada vitalidad.
Ahora bien, para todo hay que saber y tan nocivo es no saber por dónde cortar como cortar de menos; o mucho peor, pasarse de la raya y dejar un otrora lustroso árbol como un turista británico en la playa una mañana tras una noche de fiesta descontrolada: seco, retorcido y sin signos aparentes de vida.
Los recortes que está realizando el gobierno (tediosos de enumerar, mucho más fácil decir que lo único que no se recortan las asignaciones militares, bancarias y católicas) sólo conducen a la agonía del país, cual pez atrapado en una charca bajo un tórrido sol: la única esperanza es que se acabe el oxígeno antes que el agua.
Quizás alguien pueda aventurar que la economía recobrará brío con medidas que ponen en duda incluso los que se las sacaron en un primer momento de la manga. Puede que la respuesta económica de un país sea mucho más lenta que la evolución que pueda tener un negocio a pie de calle.
El otro día fui testigo de cómo afectan los recortes, pero no al glorioso nivel en las que se mueven los políticos europeos, si no a la mundana escala hostelera. Un restaurante al que me gusta gustaba ir por su pulcritud, calidad del producto, eficacia y rapidez con la que te atienden atendían.
Los recortes habían llegado de forma salvaje al restaurante y aunque la pérdida de calidad del producto era moderada, se habían pasado despidiendo camareros y personal de cocina. Como cabía suponer, sin necesidad de haberse dejado las meninges estudiando, el tiempo de espera se dilataba hasta puntos insoportables para los clientes, no sólo para que la comida llegara a la mesa, si no incluso para conseguir que alguien anotara el pedido.
El lamentable resultado fue que docenas de comensales, empujados por el miedo de que la comida se juntara con la merienda, abandonaban el local sin esperar a que los platos llegaran a la mesa; encontrándose en su huida una enorme fila de personas -ignorantes de que su espera sólo había comenzado- a las que no les conseguían asignar ninguna de las mesas vacías. ¿Cuantos sueldos de camareros se podrían haber pagado con las mesas que abandonaron sin pagar?
El desastre no sólo era patente para los cliente, si no que el propio personal se mostraba nervioso e imprecisos. Ignoro en qué proporción podrían influir en su estado de ansiedad laboral: la amenaza de despido, el bajo salario o el comprobar que el negocio lejos de levantar cabeza con los recortes la humillaba en espera de la puntilla.
Este ejemplo real podría ser extrapolable a la economía del país, que a modo de diligencia que trata de subir por la empinada pendiente del crecimiento económico va eliminando uno a uno los caballos que tiraban del carro -bien es cierto que una buena parte de ellos se llamaban ladrillo y estaban tan esquilmados que se les veía que iban a morir de un momento a otro y no se repusieron porque los conductores estaban entretenidos en darse patadas entre sí y quedarse con las riendas sin importarles que la diligencia cayera cuesta abajo-. Cinco caballos, la diligencia todavía sube, cuatro caballos y el carruaje avanza. ¿Cómo es posible que con tres caballos no sólo no suba si no que retrocede a gran velocidad? Quitando un caballo sólo un caballo más se pasa de ir regular a ir fatal. A partir de ese momento la caída ya no se detiene añadiendo el último caballo eliminado, si no que hacen falta muchos más caballos para que detengan el ritmo de caida, frene y se recupere el camino.
Pero a pesar de todo ello hasta el más torpe observador le diría al conductor que lo que hay que quitar no son caballos, si no el lastre inútil que va dentro de la diligencia cómodamente sentado.
keagustitomekedao