Hace unos años decidí realizar uno de los viajes más bonitos que recuerdo y me embarqué yo solo en un avión con destino Lima, Perú. Como equipaje llevaba algo de dinero, una mochila con camisetas, un saco de dormir (que perdí a las primeras de cambio), pantalones de montaña, enseres básicos de higiene masculina y todo el miedo y la ilusión del mundo.
Cuando llegué a Lima recogí a mi amigo Mario, y nos fuimos al Cusco juntos. Allí comenzamos una travesía que nos llevó de viaje por unos días inolvidables.
La última parte comenzó en la parada de autobuses del Cusco, después de haber visitado bien todo el valle Sagrado de los Incas. Tras decidir la ruta, nos fuímos en busca de un bus que nos llevara al sur, a Puno y preguntamos a diferentes chóferes que exhibían sus vehículos hasta que nos decidimos por un expreso. Además del precio, pregunté repetidas veces al señor si el bus era realmente un expreso o hacía paradas y me juró por todos sus familiares, vivos o muertos, que no, que iba hasta el final de la ruta del tirón, así que pagamos los boletos y subimos. El bus, medio vacío, me pareció una ganga aún siendo el más caro de todos los buses por el espacio que nos brindaba para pasar las diez horas que duraba el trayecto. Mario se sentó a mi lado y partimos. Sin embargo, apenas cruzada la barrera de la estación de autobuses el vehículo se paró y comenzó a subir gente hasta que no cupo un grano de maíz más en aquel bus expreso. Señoras con las polleras, esas faldas múltiples tipo muñecas rusas, con unos culos enormes y unos fardos infinitos que ocupaban dos asientos por posadera, hombres cargados con cajas de cartón anudadas con tiras de cáñamo, bebés dentro de mantas multicolor, algún que otro animal, y paquetes, bolsas, cajas, cualquier cosa susceptible de convertirse en un hatillo, que llenaron el techo del bus hasta convertir el vehículo en un dromedario de infinita joroba. Mario me miraba y sonría. Luego supe que tomar el bus dentro de la parada costaba un dolar más que hacerlo justo en la puerta...
Durante el trayecto por el altiplano el chófer realizó tantas paradas como gente vio caminando por la carretera o como peticiones recibió por parte del pasaje. Recuerdo una en especial en la que vimos un punto en el horizonte y el chófer esperó, casi por cuarenta minutos, a que esa visión se convirtiera en una persona y llegara hasta el margen de la carretera para preguntarle si quería subir al bus. La señora, muy educada, dijo que no en un perfecto quechua, y nos fuimos.
En el trayecto subieron vendedores de crema dental, de seguros, de libros escolares, de flores, de todo tipo de comidas con sus respectivos olores, de bebidas multicolor y multiprocedencia, predicadores, proclamadores de soflamas políticas, incluso un atracador al que redujeron los pasajeros y tiraron del bus en marcha. Todo tipo de gente que subían al bus y bajaban al cabo de unas horas de charla ininterrumpida en un punto de la geografía andina en el que no había nada, repitiendo una secuencia continua, subía uno, charlaba hasta el agotamiento, vendía algo, bajaba, y subía el siguiente. Así por más de doce horas.
Por fin, tras cruzar alguno de los paisajes más maravillosos de mi vida, llegamos a Juliaca, donde dormimos una noche en una pensión antes de seguir camino a Puno. En Puno nos encontramos con un problema de seguridad y no pudimos acceder, parece que el alcalde (o uno de sus secuaces) había incumplido alguna promesa electoral y sus conciudadanos habían decidido hacerle un lifting corporal arrastrándolo por unos cuantos kilómetros atado a la parte trasera de un vehículo, o por lo menos esa fue la explicación que me dieron cuando nos sorprendió la cantidad de policía que tenían tomada la población y que nos aconsejaron que siguiéramos camino sin hacer alto allí.
Seguimos en dirección sur y cruzamos la frontera con Bolivia en una población que se llama Kasani. Un voluntarioso agente de seguridad fronteriza, al que despertamos con todo cuidado, nos tendió los documentos necesarios de inmigración y cruzamos a uno de los países más pobres de toda Latinoamérica. Recuerdo dos situaciones de aquel cruce, uno que puse en mis datos migratorios que era catalán, de profesión violetera y/o cupletista dando inicio a algo que repito desde entonces en cada paso fronterizo, y el grosor de las monedas bolivianas, o mejor dicho, el no grosor, pues eran tan finas como una hoja de papel por la falta de metal.
En Kusuni nos hicimos con una moto taxi que nos llevó hasta Copacabana y de allí, a bordo de una lancha, llegamos a la Isla del Sol en pleno lago Titicaca.
Solo la sonoridad de esas palabras, Isla del Sol, lago Titicaca, Kusuni, Copacabana, llenaban mis sentidos y me llevaban en volandas como si en lugar de haber subido en un bus de mierda, un hotel de mierda, taxis y mototaxis de mierda, hubiera viajado a bordo de una alfombra mágica pilotada por Mario. La isla del Sol, para los que no hayáis estado allí, es una formación rocosa de unos diez kilómetros de largo por poco más de dos de ancho, a cuatro mil quinientos metros de altitud y coronada por una loma que la hace ver como el lomo de un dragón emergiendo del lago. En aquel momento no existían hoteles en la isla (desconozco si los hay ahora) y la única forma de permanecer allí era alojándose en las casas particulares de los Yumani, la comunidad indígena que puebla la parte sur de la isla.
A nosotros nos alojó una señora muy amable que tenía una casita de madera con algunas habitaciones preparadas para mochileros donde nos quedamos. En aquellos días cruzamos la isla de punta a punta por un camino central que recorre el lomo del dragón y volvimos bordeando el litoral que da a la isla de la Luna. Meditamos en sus laderas, entramos en la casa del Inca y bebimos en la única taberna del norte de la isla, donde por cierto un hombre me increpó porque el rey Juan Carlos I no había pedido perdón por los crímenes de la conquista mientras el Papa de turno sí lo había hecho. Le aseguré que a pesar de no sentirme español le haría llegar sus inquietudes al rey y tomamos un par de cervezas para sellar la alianza. Allí, en aquella isla, vi por primera vez en mi vida la inmensidad de la vía láctea, y sufrí una hipotermia por quedarme maravillado, tumbado sobre la mesa del jardín, hasta bien entrada la noche alucinado por la exhibición de infinidad del Universo. No he vuelto a ver nada tan hermoso en la vida.
El día de vuelta nos levantamos de madrugada y caminamos hasta el muelle en el que se cogían los botes de regreso al continente. Subimos en uno a las seis de la mañana en el que el patrón del barco nos invitó a masticar hojas de coca con azúcar y nos dio cigarrillos que los hombres fumaban de a dos ante el miedo que se acabaran mientras las mujeres desenredaban sus trenzas y las lavaban con agua del lago. Llegamos a Copacabana y cogimos una moto taxi hasta la frontera desde donde rehicimos camino hasta Juliaca. Allí alquilamos una habitación de hotel para bañarnos y afeitarnos, pues en los cuatro o cinco días que estuvimos en la isla no nos atrevimos ni siquiera a cambiarnos de ropa... Os prometo que fue uno de los baños más reconfortantes de mi vida. De allí corrimos al aeropuerto de Juliaca y cogimos un avión del año de la catapún que nos llevó a Lima.
Llegamos de noche, y Mario me prestó su casa y su familia, maravillosa, por cierto, por unas horas hasta que me marché al aeropuerto internacional Jorge Chávez, donde cogí un vuelo hasta Bogotá, Colombia, pero esa es otra historia.
Fueron unas semanas en las que viví con él, con Mario, con un ser increíble de una pureza insultante. Me llevó por el Cusco, a la zona equis, montamos a caballo, se abrazó a un burro y le habló en el oído, nos reímos con los niños de la calle, bailamos con ellos, visitamos escuelas, campamentos, un volcán, un pueblo que vivía de hacer tejas a mano, cruzamos las salinas de Maras y fuimos a Moray, corrimos el valle del Urubamba y miles de escenarios más que me sirvieron como inspiración para la novela La virgen del Sol. Mario Collado es la inspiración de Corioma, el maestro de Nuba en la novela, el ser puro que cuestionaba al protagonista sobre la propia existencia, el hombre que me cambió definitivamente mi forma de ver el mundo y de vivir la vida. Un hombre que, junto a Xesca, han sido mis maestros espirituales, los que me transmitieron las enseñanzas que me permitieron saltar de círculo y aceptar la vida como es, y lo que es más importante, aceptarme a mí como soy.
Mario fue la lima que pulió muchas aristas en ese viaje, y en otros en los que coincidimos. Un practicante del veganismo, del vegetarianismo respetuoso con los animales y con la vida. “Asegúrese de que no le cae ningún animalito mientras cocina”, repetía en cada lugar en el que parábamos a repostar...
Hoy Mario se ha ido. Mi amigo, mi maestro, mi compañero de viaje, ha decidido partir hacia otro lugar. Ojalá encuentres, amado Mario, allí todo lo que te faltó aquí. Nunca, nunca te olvidaré, ni a ti ni a tu sonrisa, ni a tu tono al hablar, ni tus enseñanzas, ni el consuelo que me diste en aquel hostal del Cusco, ni las horas en que charlamos como hermanos a bordo de aquel maldito bus expreso.
Gracias Mario.
Te quiero, Mario.