Cuando los muertos van a nadar

Publicado el 20 octubre 2015 por Kirdzhali @ovejabiennegra

El libro que Marcelo Chiriboga publicó después de muerto (¿?).

Marcelo hablaba de su mulata, mientras yo, preocupado por no chocar el vehículo que alquilamos en Quito, lo escuchaba sin entusiasmo.

El último día del taller literario que impartió en una librería de cuyo nombre no quiero acordarme, me dijo: “¿sabes conducir?” La pregunta fue tan repentina que no comprendí al principio a qué se refería. “¡Carros, obvio!”

Lo cierto es que para entonces tenía la licencia de conducir por no más de cinco meses y aparte del curso, no había vuelto a manejar un auto ni en una consola de videojuegos. Sin embargo, la esperanza de atrapar un poco más de la literatura de Marcelo Chiriboga, me hizo aceptar su invitación.

“Eso sí, cuando esté con mi mulata, ¡desapareces!” Estábamos a quince minutos de Casablanca, en la provincia de Esmeraldas. Un amigo del escritor le había prestado su departamento cerca de la playa.

Llegamos más o menos sin novedad y después de comprar comida en un mini mercado, fuimos a buscar a la mulata en Muisne, a cinco minutos de Casablanca.

Nos recibieron el aguacero y tres gallinazos en la plaza del pueblo, los mismos que se alimentaban, orondos, de restos de basura desperdigada a vista y paciencia de un grupo de hombres que, bajo un techito de plástico, tomaban cervezas, acaso por costumbre más que por placer.

Marcelo bajó la ventanilla y les preguntó si conocían dónde estaba la casa de la mulata. Ellos le miraron aburridos. Nada más.

Seguimos en automóvil a través de calles cubiertas de lodo, preguntando a los transeúntes por la dirección, pero no la conocían o no les daba la gana de respondernos.

Foto de Rulfo cuando visitó Atacames. Comentan que no le gustó porque con el terno le daba mucho calor estar en ese sitio.

“Esto parece Comala”, dijo Chiriboga, recuperando el buen humor. Recordó que había visto a Rulfo por primera vez en México, más o menos en 1960, durante una reunión de escritores latinoamericanos. El mexicano supuestamente tenía que dar una conferencia, pero al subir al estrado, solo exclamó: “yo no hablo, escribo”.

Llegamos a Muisne al mediodía y ya eran casi las cinco de la tarde cuando el Marcelo admitió la derrota. Conduje de vuelta a Casablanca y él se puso a explicarme que la mulata era la mejor de las mujeres que había tenido.

La conoció dos meses atrás, su madre trabajaba en la casa donde Chiriboga se hospedó al llegar de Francia. La mulata tenía veinte años. “¿Sabes? Hay un libro de Hemingway que siempre me pareció ridículo hasta que me enamoré de ella”.

Al otro lado del río y entre los árboles – según Chiriboga, una novela que pudieron escribir Isabel Allende o Corín Tellado con resultados más o menos parecidos que los del premio Nobel estadounidense – es la historia de un cincuentón que se apasiona por una condesa italiana de diecinueve años durante un invierno de pesca en Venecia.

Mientras hablábamos de Hemingway, la lluvia caía sobre el vehículo sin cesar. Me puse nervioso y bajé la velocidad. De pronto, un estruendo, nos silenció: la peña que estaba a la izquierda, en el lado opuesto de la carretera, se deslizaba. Cambié al carril de la derecha y aceleré con tal fortuna que la tierra y las piedras no lograron tocarnos, pese a que ya habían empezado a cubrir ambos lados de la pista. Un camión no tuvo la misma suerte que nosotros.

Seguro de estar a salvo, detuve el coche y Marcelo y yo corrimos para ayudar. Ventajosamente, el conductor había logrado salvarse con una maniobra de último momento. Su vehículo, por otro lado, quedó inutilizado.

En Esmeraldas es común que los aguajes saquen a nadar hasta a los muertos.

La gente de las casitas y los paraderos de alrededor, a pesar de todo, nos ignoraron, corrían desesperados hacia el derrumbe.

Los seguimos.

Al llegar, pregunté qué ocurría y una mujer contestó señalando hacia el mar: “¡los muertos, se van los muertos!”

El aguaje, al derribar la peña, destruyó el cementerio que estaba al pie, llevándose hacia el Pacífico un montón de lápidas de piedra, huesos y cadáveres semidescompuestos.

Una cabeza emergió del agual de repente. Sus ojos, descomunalmente abiertos, nos miraron al tiempo que sus labios sonreían.

En silencio, Chiriboga y yo regresamos al coche, enfilando en seguida hacia Casablanca.

A la mañana siguiente, propuse ir a Muisne en busca de la mulata, pero él no quiso.

Marcelo se fue a Francia dos semanas más tarde y un par de meses después, moría de cáncer en una clínica de París, nadie, ni su amante de años, supo de su enfermedad a tiempo.


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