Sin embargo, tampoco resulta fácil encontrar el equilibrio entre libertad y disciplina. Muchos padres temen, -tal vez las han sufrido ellos mismos- las consecuencias negativas que puede conllevar el pretender imponer algo a los hijos: por ejemplo, que se deteriore la paz en el hogar o que terminen rechazando una cosa que es buena en sí misma.
Para solucionar el aparente dilema entre poner normas y que los hijos las asuman con libertad, el camino es el del prestigio. El prestigio hace creíble la autoridad. Es fruto de la experiencia y la competencia, pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal.
Ejercitar la autoridad no se puede confundir con el simple imponerse, ni con lograr ser obedecido a como dé lugar. Quien sigue a una determinada autoridad no lo hace tanto por temor a ser castigado, como porque ve en ella un punto de referencia que le sirve para conocer la verdad y el bien de las cosas, aunque a veces no las comprenda del todo. La autoridad guarda una estrecha relación con la verdad, porque la representa.
Desde esta perspectiva, la autoridad posee un sentido eminentemente positivo, y aparece, como un servicio: es una luz que orienta a quien la sigue hacia el fin que busca. De hecho, etimológicamente, autoridad viene del verbo latino augere, que significa hacer crecer, desarrollar. Quien reconoce una autoridad se adhiere sobre todo a los valores o verdades que representa. “el educador es un testigo de la verdad y el bien” (B. XVI).
Es la persona que ya ha descubierto y hecho propia la verdad a la que se aspira. El educando, por su parte, se confía en el educador: no solo de sus conocimientos sino también porque lo ve dispuesto a ayudarle a alcanzar esas verdades.
No hay que preocuparse tanto por conseguir la autoridad pues ya se tiene por el hecho de ser padres. Pero hay que aprender a ejercitarla y sobre todo, a no perderla. Para afianzar esa autoridad basta con ser verdaderamente padres. Mostrar la belleza de la propia vida y querer a los hijos como son. Aunque el actual ritmo de vida puede hacerlo difícil, hay que encontrar tiempo para estar con ellos, conversar, compartir. Comer juntos al menos una vez al día, por ejemplo. Sirve para conocerse y contar las anécdotas de la jornada.
Oswaldo Pulgar
El Universal
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