Te encantaba introducir tu nariz entre los libros, te sentabas con uno en la mesa enorme, de madera maciza, un poco entre haciéndote la interesante y siendo interesante de verdad.Luego echabas un ojo para saber si te estaba mirando aquel chico del fondo, un chico, casi cualquier chico; siempre había un chico en el fondo que deseabas que te mirase, porque tenías trece años y empezaban a salirte granos. Y la verdad es que él casi nunca lo hacía, pero no pasaba nada, porque entonces volvías a meter tu nariz entre las páginas amarillentas, y leías, y te olvidabas de lo que ocurría al fondo de la biblioteca. Y casi siempre decidías llevarte el libro, porque tenías catorce años y casi todas las letras te valían, y tenías aún todo el tiempo del universo, todo dentro de tu mochila.
Y luego el ritual, levantarte, volver a echar una mirada, por si acaso, y descubrir que quizás sí, que quizás el chico también te miraba por el rabillo del ojo, y te imaginabas cómo te seguía con esa mirada hasta que te acercabas al mostrador. Y sin darte la vuelta, suspirabas mientras clavabas tus ojos en aquellos archivos de madera maciza de los que sacaban unas fichas en las que esribirían tu nombre, sin ver si los archivos eran de madera o de cartón piedra, porque tenías quince años, y la imaginación y el papel eran los únicos tesoros.
Pero como sin querer, aquellos archivos permanecieron en tu retina, y claro, cuando apareció uno delante de ti, con el barniz ajado y algún golpe, ¿cómo no ibas a quedártelo para recrear la bilbioteca en tu propia casa? ¿Cómo no ibas a hacerlo, cuando tenías más de treinta y, de repente, sentiste el olor del libro, de algún libro, de todos los libros usados en tu nariz, y había también un chico mirándote, otro chico, pero mucho mejor?