Todo se sacudió y esa fue la señal para que una de ellas se separara del las demás y subiera a toda velocidad a la recámara.
Los recuerdos de Carlos se iban desgastando; muchas veces se nublaban, otras tantas eran claros como el agua. Ese vaivén de sensaciones lo estaba volviendo loco. Hoy estaba seguro de que los motivos para tomar esa decisión, habían sido poco conscientes. Prácticamente había decidido su vida sin estar despierto, presente. Todo parecía tan fácil en aquel momento.
-Quince centavos Carlos, solamente son quince centavos. Nadie se va a dar cuenta. Recordó con una claridad espeluznante.
La mecánica era simple, por cada pago que se hacía para el Seguro Social de los trabajadores, Carlos extraía quince centavos y los depositaba en una cuenta personal. La llave para que ese robo fuera tan eficiente era la posición política que ostentaba. No tenía que rendir cuentas, más que a su jefe y él se llevaba diez de cada quince centavos en cada operación. Habían sido 5 años extraordinariamente productivos; los depósitos de los trabajadores llegaban puntualmente, mes a mes. Eran entre diecisiete y diecinueve millones de empleados afiliados al Seguro Social en todo el país, así que tomar esos centavos de cada uno le representaban dos millones de pesos cada treinta días. Después de cinco años haciéndolo, su cuenta mostraba casi ciento cincuenta millones de pesos.
-Dinero que nadie va a extrañar jamás. Se decía con frecuencia dopando a la consciencia, regresándola al sopor para que dejara de molestar.
Una vez en la recámara, ella se acomodó como siempre, reclinada, silenciosa, amenazante. En esta ocasión, y por enésima vez, lo esperaba todo y al mismo tiempo sabía que todo podía terminar en nada. Acostada espero…
Cuando Carlos repasaba los hechos de las últimas semanas, se encontraba con una serie de señales que le venían indicando que las cosas iban a terminar mal. El funcionario de renombre y con futuro en la escena política del país era su jefe, no él; el que tenía una reputación pública que debía cuidarse era su jefe, el partido apoyaba al puesto superior siempre.
-¿Por qué fui tan ingenuo? – Se lamentaba desesperado.
Carlos de la Fuente solamente era un peón en el juego, el chivo expiatorio que se tenía que sacrificar por intereses más altos. El peso de la ley caería sobre sus hombros, el escándalo público y el linchamiento en los medios de comunicación eran el principio. Su jefe había descubierto ese enriquecimiento ilícito, lo había denunciado y cooperaba afanosamente con las autoridades para castigar ejemplarmente a los funcionarios corruptos.
…cuando el martillo golpeó la parte trasera de la recámara, ocurrió instantáneamente una explosión, el fuego la cegó y corrió desesperada hacia la salida. Al cruzar el umbral se encontró de frente con un larguísimo túnel y lo recorrió furiosa mientras gritaba como relámpago…
Carlos sabía lo único que le quedaba por hacer.
El sudor le escurría por el rostro, empapando en su recorrido la camisa de seda; un temblor involuntario hacía que la escuadra automática golpeara en su sien incesantemente. El escritorio se veía tan grande, tan inmenso. Todo en el despacho se veía lejos, quizá era la realidad que se había hecho más palpable.
Con los ojos abiertos para no perder detalle de la transición, Carlos de la Fuente jaló el gatillo despacio, tan lento que la detonación lo sorprendió en la última fracción de segundo, cuando ya era irreversible la decisión.
…al llegar a la desembocadura del pasillo, la bala lo encontró bloqueado por una sien temblorosa que parecía arrepentida, pero que ya no podía impedir su potente salida. En el camino, se encontró dos paredes de hueso que jamás aminoraron su paso implacable. Fue el muro, del otro lado del despacho, lo que finalmente la detuvo, anidándose en un cuadro colgado en la pared.
Era el retrato del Presidente de la República, sonriendo en la inauguración del más reciente Centro de Salud del país.