(Imagén de Superslinky)
“-No estoy en peligro. Yo soy el peligro” –dijo el
hombre para sí mismo.
Junto al viento, los truenos no dejaban escuchar
nada. Y de todas maneras, su contrincante sería incapaz de sentirse intimidado.
Sentía la fría roca en su espalda. La lluvia
resbalaba desde la cima de la montaña, hasta la grieta en donde había decidido
ocultarse. Estaba empapado de pies a cabeza y el metal de su armadura conducía
el frío directamente hasta su piel. Un hombre común ya habría desertado o muerto,
pero este no era un ningún hombre común.
Su nombre era Grald, del Clan Kar. Hijo de Rolt y
hermano del gobernante Druld. Su gente eran guerreros por excelencia, y de los
Siete Clanes, el Clan Kar era el mejor. Iba a ganar o morir en el intento. Iba a
ganar, pues tenía en sus manos la bendición de los dragones: una espada forjada
con hielo de las montañas, su hoja no sólo cortaba, también congelaba.
Cerró los ojos, necesitaba escuchar. Cuando él
estuviera cerca tendría su oportunidad, tal vez la única oportunidad que
tendría. Suavemente su mente quitó el sonido del viento, de los truenos, de la
lluvia, del correr del agua, del crujir del suelo, de los violentos latidos de
su corazón, de su respirar. Y entonces pudo distinguir el batir de las alas, dos
grandes y poderosas alas. Su corazón se aceleró un poco más.
Era la primera vez que tenía sentimientos
encontrados en medio de la batalla. Lo primero que sentía era la angustia de
que si no ganaba, nadie sabría que había pasado con él. Su misión era un secreto.
Pero si derrotaba a su enemigo, la gloria que lo seguiría sería inigualable.
¿Quién en todo Ravión podría decir que había matado un dragón? Grald saboreó
las palabras y sintió la parte más perturbante de sus pensamientos. ¿Cómo iba a
matar a un dragón? ¿Por qué iba a matar a un dragón?
Escuchó como la piedra tembló bajo unas pisadas y el
batir de alas se detuvo. Estaba cerca.
La montaña mismo sentía escalofríos con el caminar
de la criatura. Dragones. Seres poderosos, no sólo por su tamaño, por su
capacidad para volar, por su fuerza y agilidad, sino también por su astucia,
inteligencia, sabiduría y longevidad. Si bien no sometían a los humanos de
Ravión, tampoco estaba dispuestos a tolerar ningún tipo de agresión hacia su
territorio o a su gente ¿Por qué entonces habían ordenado la muerte de este
ejemplar? ¿Y por qué habían enviado a un humano a hacerlo?
Grald abrió los ojos y miró hacia arriba. Podía ver
las escamas rojas que tapaban la grieta. En menos de un segundo desenvainó la
espada y saltó hacia arriba. La sangre brotó roja sobre la piedra fría. Sin
embargo, aquello sólo fue el comienzo. El dragón había sido herido, el pequeño
gusano que lo había estado persiguiendo por días enteros al fin salía de su
escondite. Abrió las alas para volar y darle una buena bocanada de fuego desde
una distancia segura y lejos de esa espada que había penetrado su coraza con
una facilidad aterradora.
El guerrero sabía que tenía un elemento más a su
favor: que su enemigo lo subestimaba en extremo. Rápido como el pensamiento,
sacó de su espalda una ballesta y disparó a las alas del dragón. Su flecha
tenía atada una cuerda y al final de la cuerda una roca.
Los ojos rojos del dragón relucieron con ira y dolor
y comprendió que las cosas no iban a ser tan fáciles como había pensado. Rugió
con fuego hacia Grald. La cuerda se rompió, pero él ya no estaba ahí, estaba en
sus pies y nuevas heridas se abrieron en su hermosa piel roja.
Garras y colmillos se pusieron en movimiento contra
Grald. Él rodó esquivando todo lo que pudo, su sangre también se derramaba en
la piedra. No le quedaba mucha energía para seguir con esa pelea, la
persecución había sido agotadora y digno su rival. No obstante, el hombre probó
una vez más su suerte. Se dejó atrapar por las garras que se le clavaron en la
carne. Su espada cayó al suelo, cerca.
- Escurridizo animalito eres tú –dijo el dragón con
una voz gutural-. ¿Mi hermano te envió?
Grald respiró pacientemente, su plan estaba trazado.
Desde el suelo podía ver a la criatura, calcular la ubicación de su corazón,
encontrar el punto blando de que le habían hablado.
- ¡Responde!
Grald sintió dolor, el dolor de cuando los huesos se
rompen, el dolor que quebraría a un hombre común. Pero Grald no era un hombre
común.
- Sirrgg... –respondió, la sangre le impidió hablar
bien.
No le quedaba mucho tiempo antes de que su cuerpo le
fallara, necesitaba encontrar ese punto: una ligera coloración rojiza en la
piel roja. No entendía como la iba a reconocer, pero seguía buscando.
- Grr... –Gruñó el dragón molesto-. ¿Por qué mandó
un humano? ¿Cree que es suficiente contra mi?
La presión de las garras aumentó.
- No lo sé –trató de decir Grald.
Su vista comenzó a nublarse. ¿Había perdido?
El gran dragón rojo aflojó sus garras mientras veía
la vida irse del joven guerrero. “Karnianos,” pensó para sí mismo “incapaces de
rogar por su vida, pero ¿cuál es el fin de tener toda esa gloria si están
muertos?”. No los comprendía. Sacó la flecha de su ala y la miró, estaba bien,
podría volar...
De repente se quedó sin aliento, el fuego de su alma
se apagaba violentamente, congelado. Grald sostenía la espada, había encontrado
el punto donde el rojo de su piel se hacía más intenso, donde el metal pudo
entrar con facilidad y atravesar su corazón.
El dragón lo miró enfurecido, pero pronto quedó sólo
tristeza y se apagó rápidamente cuando éste cayó en la piedra de la montaña.
Grald sacó la espada con dificultad, la limpió y la
guardó. Se arrimó al cuerpo de su enemigo derrotado y supo que iba a morir.
Había ganado, pero iba a morir. Miró el cielo, los relámpagos aún poblaban las
nubes negras y tormentosas, la lluvia aún caía sobre su rostro y lavaba su
sangre. Hubiera querido ver la ciudad de Alkar una vez más, hubiera querido
subir a la torre más alta de Carnost y ver el valle de las montañas rojas. Vio
un relámpago blanco pasar y supo que ya estaba cerca de la muerte. Ya no vería
a su hermano de nuevo. Ya no blandiría un arma de nuevo. Al fin estaba en paz,
pensó.
El relámpago blanco aterrizó junto al cadáver del
dragón rojo e hizo una reverencia. Era un hermoso dragón de un blanco azulado,
mucho más pequeño que el rojo, pero infundía mucho más respeto.
- ¡Ra gu Fagkurg, torg o zarak! –rugió con fuerza en
señal de respeto.
Después se acercó a Grald, lo miró con atención. Y
tomó con su hocico uno de los brazos del dragón rojo, lo mordió y la sangre
cayó sobre el hombre moribundo.
- Bebe –le dijo.
Y Grald obedeció con lo poco que quedaba de su
conciencia, con la fuerza vital que nunca se va y siempre se aferra de la vida.
Sintió sus heridas cerrarse y sus huesos volver a sus posiciones normales.
Sintió su mirada regresar a la normalidad y adquirir un poder nuevo.
Cuando terminó, el dragón le volvió a hablar.
- Mi rey está complacido con lo que has hecho Grald
hijo de Rolt. Como recompensa te obsequia la espada, pues teme que la tomarás
de todas formas. Y la gloria de tu hazaña, pues la noticia ya se está
esparciendo.
Grald sonrió.
- Sin embargo, te está prohibido revelar los
conocimientos que se te otorgaron para matar a Fagkurg, a menos que el rey de
mi gente lo decrete.
Grald asintió. No desafiaría al Rey de los dragones,
todo lo que había hecho, lo había hecho porque lo consideraba un honor ser
confiado por los dragones para realizar una tarea tan importante.
- ¡Salve Grald! Nos volveremos a ver.
Y el dragón blanco se fue. Y Grald lo vio irse y sus
ojos brillaban con una salvaje alegría color rojo.
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Ilustración de la espada de Grald :)
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