Revista Literatura

Cuentacuentos - La pelea de los ojos rojos

Publicado el 27 marzo 2012 por Arweneressea @spica_89
Cuentacuentos - La pelea de los ojos rojos (Imagén de Superslinky)
“-No estoy en peligro. Yo soy el peligro” –dijo el hombre para sí mismo.
Junto al viento, los truenos no dejaban escuchar nada. Y de todas maneras, su contrincante sería incapaz de sentirse intimidado.
Sentía la fría roca en su espalda. La lluvia resbalaba desde la cima de la montaña, hasta la grieta en donde había decidido ocultarse. Estaba empapado de pies a cabeza y el metal de su armadura conducía el frío directamente hasta su piel. Un hombre común ya habría desertado o muerto, pero este no era un ningún hombre común.
Su nombre era Grald, del Clan Kar. Hijo de Rolt y hermano del gobernante Druld. Su gente eran guerreros por excelencia, y de los Siete Clanes, el Clan Kar era el mejor. Iba a ganar o morir en el intento. Iba a ganar, pues tenía en sus manos la bendición de los dragones: una espada forjada con hielo de las montañas, su hoja no sólo cortaba, también congelaba.
Cerró los ojos, necesitaba escuchar. Cuando él estuviera cerca tendría su oportunidad, tal vez la única oportunidad que tendría. Suavemente su mente quitó el sonido del viento, de los truenos, de la lluvia, del correr del agua, del crujir del suelo, de los violentos latidos de su corazón, de su respirar. Y entonces pudo distinguir el batir de las alas, dos grandes y poderosas alas. Su corazón se aceleró un poco más.
Era la primera vez que tenía sentimientos encontrados en medio de la batalla. Lo primero que sentía era la angustia de que si no ganaba, nadie sabría que había pasado con él. Su misión era un secreto. Pero si derrotaba a su enemigo, la gloria que lo seguiría sería inigualable. ¿Quién en todo Ravión podría decir que había matado un dragón? Grald saboreó las palabras y sintió la parte más perturbante de sus pensamientos. ¿Cómo iba a matar a un dragón? ¿Por qué iba a matar a un dragón?
Escuchó como la piedra tembló bajo unas pisadas y el batir de alas se detuvo. Estaba cerca.
La montaña mismo sentía escalofríos con el caminar de la criatura. Dragones. Seres poderosos, no sólo por su tamaño, por su capacidad para volar, por su fuerza y agilidad, sino también por su astucia, inteligencia, sabiduría y longevidad. Si bien no sometían a los humanos de Ravión, tampoco estaba dispuestos a tolerar ningún tipo de agresión hacia su territorio o a su gente ¿Por qué entonces habían ordenado la muerte de este ejemplar? ¿Y por qué habían enviado a un humano a hacerlo?
Grald abrió los ojos y miró hacia arriba. Podía ver las escamas rojas que tapaban la grieta. En menos de un segundo desenvainó la espada y saltó hacia arriba. La sangre brotó roja sobre la piedra fría. Sin embargo, aquello sólo fue el comienzo. El dragón había sido herido, el pequeño gusano que lo había estado persiguiendo por días enteros al fin salía de su escondite. Abrió las alas para volar y darle una buena bocanada de fuego desde una distancia segura y lejos de esa espada que había penetrado su coraza con una facilidad aterradora.
El guerrero sabía que tenía un elemento más a su favor: que su enemigo lo subestimaba en extremo. Rápido como el pensamiento, sacó de su espalda una ballesta y disparó a las alas del dragón. Su flecha tenía atada una cuerda y al final de la cuerda una roca.
Los ojos rojos del dragón relucieron con ira y dolor y comprendió que las cosas no iban a ser tan fáciles como había pensado. Rugió con fuego hacia Grald. La cuerda se rompió, pero él ya no estaba ahí, estaba en sus pies y nuevas heridas se abrieron en su hermosa piel roja.
Garras y colmillos se pusieron en movimiento contra Grald. Él rodó esquivando todo lo que pudo, su sangre también se derramaba en la piedra. No le quedaba mucha energía para seguir con esa pelea, la persecución había sido agotadora y digno su rival. No obstante, el hombre probó una vez más su suerte. Se dejó atrapar por las garras que se le clavaron en la carne. Su espada cayó al suelo, cerca.
- Escurridizo animalito eres tú –dijo el dragón con una voz gutural-. ¿Mi hermano te envió?
Grald respiró pacientemente, su plan estaba trazado. Desde el suelo podía ver a la criatura, calcular la ubicación de su corazón, encontrar el punto blando de que le habían hablado.
- ¡Responde!
Grald sintió dolor, el dolor de cuando los huesos se rompen, el dolor que quebraría a un hombre común. Pero Grald no era un hombre común.
- Sirrgg... –respondió, la sangre le impidió hablar bien.
No le quedaba mucho tiempo antes de que su cuerpo le fallara, necesitaba encontrar ese punto: una ligera coloración rojiza en la piel roja. No entendía como la iba a reconocer, pero seguía buscando.
- Grr... –Gruñó el dragón molesto-. ¿Por qué mandó un humano? ¿Cree que es suficiente contra mi?
La presión de las garras aumentó.
- No lo sé –trató de decir Grald.
Su vista comenzó a nublarse. ¿Había perdido?
El gran dragón rojo aflojó sus garras mientras veía la vida irse del joven guerrero. “Karnianos,” pensó para sí mismo “incapaces de rogar por su vida, pero ¿cuál es el fin de tener toda esa gloria si están muertos?”. No los comprendía. Sacó la flecha de su ala y la miró, estaba bien, podría volar...
De repente se quedó sin aliento, el fuego de su alma se apagaba violentamente, congelado. Grald sostenía la espada, había encontrado el punto donde el rojo de su piel se hacía más intenso, donde el metal pudo entrar con facilidad y atravesar su corazón.
El dragón lo miró enfurecido, pero pronto quedó sólo tristeza y se apagó rápidamente cuando éste cayó en la piedra de la montaña.
Grald sacó la espada con dificultad, la limpió y la guardó. Se arrimó al cuerpo de su enemigo derrotado y supo que iba a morir. Había ganado, pero iba a morir. Miró el cielo, los relámpagos aún poblaban las nubes negras y tormentosas, la lluvia aún caía sobre su rostro y lavaba su sangre. Hubiera querido ver la ciudad de Alkar una vez más, hubiera querido subir a la torre más alta de Carnost y ver el valle de las montañas rojas. Vio un relámpago blanco pasar y supo que ya estaba cerca de la muerte. Ya no vería a su hermano de nuevo. Ya no blandiría un arma de nuevo. Al fin estaba en paz, pensó.
El relámpago blanco aterrizó junto al cadáver del dragón rojo e hizo una reverencia. Era un hermoso dragón de un blanco azulado, mucho más pequeño que el rojo, pero infundía mucho más respeto.
- ¡Ra gu Fagkurg, torg o zarak! –rugió con fuerza en señal de respeto.
Después se acercó a Grald, lo miró con atención. Y tomó con su hocico uno de los brazos del dragón rojo, lo mordió y la sangre cayó sobre el hombre moribundo.
- Bebe –le dijo.
Y Grald obedeció con lo poco que quedaba de su conciencia, con la fuerza vital que nunca se va y siempre se aferra de la vida. Sintió sus heridas cerrarse y sus huesos volver a sus posiciones normales. Sintió su mirada regresar a la normalidad y adquirir un poder nuevo.
Cuando terminó, el dragón le volvió a hablar.
- Mi rey está complacido con lo que has hecho Grald hijo de Rolt. Como recompensa te obsequia la espada, pues teme que la tomarás de todas formas. Y la gloria de tu hazaña, pues la noticia ya se está esparciendo.
Grald sonrió.
- Sin embargo, te está prohibido revelar los conocimientos que se te otorgaron para matar a Fagkurg, a menos que el rey de mi gente lo decrete.
Grald asintió. No desafiaría al Rey de los dragones, todo lo que había hecho, lo había hecho porque lo consideraba un honor ser confiado por los dragones para realizar una tarea tan importante.
- ¡Salve Grald! Nos volveremos a ver.
Y el dragón blanco se fue. Y Grald lo vio irse y sus ojos brillaban con una salvaje alegría color rojo.
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Ilustración de la espada de Grald :)
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