De leer la primera frase de este cuento con la frialdad de quien no conoce las mil frases siguientes, los mil matices, las mil risas que vinieron después, las mil caricias, los mil orgasmos que tuvieron; no continuarías leyendo.
Si lees solamente que la primera foto que envió fue la de su miembro erecto, pensarás en una historia de pornografía barata. Quizás leerá una mente que prejuzga y puede ver sin inmutarse cuerpos mutilados en guerras reales, pero le resulta vil y ponzoñosa la visión de un pene. Esa mente parará en la primera línea y sentenciará. Mas yo continuaré escribiendo para quien lea una segunda, una tercera, una cuarta... y siga.
Muchas historias comienzan con promesas y juramentos y terminan con mentiras y bajezas. ¿Qué de malo habría pues, en que una comenzara por la verdad, sin promesas, sin mentiras, sin vileza? Lo que quería, lo que iba a dar y lo que no.
Tal vez el maquillaje de una fluida conversación hubiera sido más adecuado para empezar un cuento, no lo sé. Solo sé que de fluidas conversaciones están los lodazales llenos y los corazones rotos.
Así que ese, ¿por qué no?, podría ser el comienzo más sincero de cuantas historias haya escrito jamás.
Quien siguiera leyendo descubriría que, cartas arriba y sobre la mesa, la vida fue más sencilla para ambos y esa foto, preludio de interesantes conversaciones sin barros ni promesas, de risas y de sexo y de más risas y de más sexo.
Podría seguir inventando y llenando este cuento de gemidos y jadeos y hacer también que, los que decidiéseis leer toda la historia, viviérais un final de príncipes y princesas con perdices incluidas.
Pero no, no soy así, mis cuentos son más mundanos. Hace mucho que no creo en príncipes. Ahora creo en magos prestidigitadores que no hacen falsas promesas.
Así que os contaré que la historia, que comenzó con una foto peculiar, continuó con cartas sobre la mesa y siguió con un mago que odiaba las promesas y a los falsos profetas. Añadiré que venía una vez al mes a ver a su dama, la amaba, sacaba una serpiente de sus pantalones y hacía reír a una mujer que dejó hace mucho de creer en los finales de cuento.
Y para poner un final jocoso a este cuento sin trascendencia, ahora vas y lo cascas.