Revista Literatura
Cuento azul. Marguerite Yourcenar
Publicado el 14 septiembre 2010 por NuriaarmengolLos mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en elpuente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de lasvelas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantementede lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco,parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encimade una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virarcontinuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra,se acariciaba el mentón azulado.Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orillaembaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficiede las grandes losas que antaño fueran revestimiento detemplos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastrabatras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, eramás alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía;su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la delas ojeras que se extienden por debajo de los párpados de unaenferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeabaninscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vezen cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso delartesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de unazul muelle y descolorido.Se levantó la luna y emprendió una danza errática, comoun espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio.El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena,y el mercader griego encontraba en las montañas desnudasque bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules yrasas de los centauros.Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior delpalacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patiode honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres,asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron envano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientescomo la hoja de un sable.Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió loscinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputólos dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado,en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin,un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, nochetras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la pielsuficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarsecon el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangreseca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujoen una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres queno hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellosen su establo y no se alterasen las serpientes que chupan laleche del claro de luna.Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos delas esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ningunade las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaronsus regalos. En una sala revestida de dorados, una chinaataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pueslas sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de supiel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestidade negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaransin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocandoal cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando alsol en la lengua turca, e invocando a la arena en la lengua deldesierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderesno obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sincesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguientesala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujervestida de rojo que se desangraba por una ancha heridaabierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya quesu vestido no estaba ni siquiera manchado.Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinasy allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hastala caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajínde los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñónazul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Alfin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclavaque llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio;lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, paradejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta lafrente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellosazul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; susojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y suboca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, defina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en lasrodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse pararezar y lo hacía constantemente.Poco importaba que no comprendiera la lengua de losmercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravementecon la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta eltesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalandoluego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. Elmercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazócomo lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisaamarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendióun saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegandocon las manos el pobre vestido todo roto, y no les fueposible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiadorica para tales esplendores.Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de lapuerta y se encontraron en un patio redondo como el interiorde un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La jovense sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puertaque daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia elinterior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe.Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cualsiete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estabadesprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si nosería un fantasma.Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas ogrises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercaderde la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantabacanciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibiópor dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharonhasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura,pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminabacon un paso más seguro y más solemne que los otros, como siestuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. Elmercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálidaperlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobrecascos de porcelana y de vidrios rotos.Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillaspara entrar a la caverna, que no abría al mundo más queuna boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, másespaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojoshubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieronpor doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Unlago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando elmercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad,no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie,como si una sirena bruscamente despertada hubiera expelidotodo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapósus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hastalas muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de un tintorero;mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cualflotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las delos mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergiólos cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en elloscomo en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primeroal mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en lascalzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de za29firos; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al hombro,en tanto que el mercader castellano, arrancándose los sudadosguantes de cuero, los llenó y se los puso colgados alcuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas.Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedabanzafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abaloriosque llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobreel corazón.Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidióal mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedrapara cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionadocon un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana.El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de suspiernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocandoel nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estabahambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras deuna higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesuraalmibarada le picaron profundamente en la garganta y en lasmanos.Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo paraevitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia elpuerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto,pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas enaquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarradaal dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosalerigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba elnombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención dedespedirse de los hombres, saludándoles con las manos puestasen el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecasy la arrastró hasta el barco, movido por el propósito devenderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabíaque le gustaban las mujeres heridas o afectadas de algunainvalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y suslágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transforma30ban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaronpara darle motivos que la hicieran llorar.La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpoera tan blanco que servía de fanal al barco en aquella nocheclara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado supartida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina paraecharse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puenteaguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto aviolentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligadurascolgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como uncinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posadosus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que unmontoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humilloazul.En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayosdel sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color dealgas, producían un chirrido de hierro candente sumergido enagua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano sehabían puesto azules como las montañas que se columbrabanen el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde lastablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizointolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangulary se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas.Murió agotado al despuntar la aurora, después de haberlegado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigomortal.Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercaderde Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar,con intención de continuar su viaje a lomos de una buenamula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diezmil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamenteredondas y el francés cargó alegremente con ellas hastatrece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje,se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarcapresteno tenían curso en su país.En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por unajarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupiraquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gustoque la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italianodesembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamarDogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupciascon la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrióatar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado dela barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéficopara su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieronlíquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotasde agua transparente. El hombre se consoló pescando pecesy asándolos al rescoldo de la ceniza.Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, elbarco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea setragó sus zafiros para sustraerlos a la avaricia de los piratas ymurió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mary fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés,molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entrelos cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia dequitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningúnvalor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por símisma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra paramendigar un pedazo de pan.Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajassugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de laluz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo,de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángelesse hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estabandesiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetinesde lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonadoal borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyesy los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacíannada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o susmitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórticojunto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulencode frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Susrodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos desabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidiópor el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto.El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abaloriosazules, puesto que no tenía ninguna otra cosa que ofrecer; masen vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre lascuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado:no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cieloy la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría nieblase espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contraél para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del paísy ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño,siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñadosque cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucioestaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y elmercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que unasiniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo,de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas deharapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había vistoprivado de mirada, era milagrosamente azul.
Cuento azul. Marguerite Yourcenar.Cuentos completos. Editorial Alfaguara.