Érase que se era una ciudad de cielos naranjas, gaviotas enloquecidas y hormiguitas tristes, a la vera de un río con nombre de mujer. Allí habitaba una Sirena, hoplita invernal, morena de tez y cabello, exiliada de sí misma. Hacía tiempo que tejía redes, telas, que enmarañaran al Hombre de Ojos Ámbar por el que suspiraba. Poquito a poco, se decía, sin prisas, él caerá y cruzará por fin el puente azul que nos separa. Eso ella pensaba. Pero he aquí que una Roca se interpuso en su camino, una montaña alta y hermosa, de mirada glauca y piel atezada. Fue él quien trepó el camino, escaló el puente, lo cruzó sin esperarlo, él, el que no era pero fue. Y entre la Sirena y La Roca se encendieron los cielos y ardieron los hielos y enmudecieron las alarmas. Así, durante cinco años de un amor extraño e intenso, a veces ajeno, a veces no. Pero ha ya rato que la Roca se interpone en otros caminos. Abrupta. Desde entonces la Sirena se ha perdido, buscando de nuevo el mar. Los cuentos no siempre tienen un final feliz.