Revista Literatura

Cuento: "El Beso Siniestro" de Robert Bloch

Publicado el 17 marzo 2013 por Fesb2011 @visitantemalign

 
 
 
El Beso Siniestro
Robert Bloch
                                  (Para móvil)
  
"Surgen vestidos con túnicas 
verdes, bramando, de los 
verdes infiernos del mar, donde 
hay cielos caídos, y clamores 
malignos, y criaturas sin ojos..." 
 
Chesterton: Lepanto
 
 
 
 
El ser de las aguas
 
Graham Dean aplastó nerviosamente su cigarrillo y se encontró con los ojos intrigados del doctor Hedwig. 
 
–Nunca estuve tan preocupado anteriormente –dijo–. Estos sueños son tan extrañamente persistentes. No son como las pesadillas comunes y casuales. Parecen –sé que suena un tanto ridículo– parecen estar planeados. 
 
–¿Sueños planeados? Tonterías –el doctor Hedwig lanzó una mirada desdeñosa–. Usted, señor Dean, es un artista, y por naturaleza, de temperamento impresionable. Esta casa de San Pedro es nueva para usted, y dice que oyó relatos extravagantes. Los sueños se deben a la imaginación y al exceso de trabajo. 
 
Dean miró por la ventana hacia afuera, con el ceño fruncido en su rostro desusadamente pálido. 
 
–Espero que tenga usted razón –dijo en voz baja–. Pero no puede atribuirse este semblante a los sueños. ¿O sí? 
 
Señaló con un gesto las grandes ojeras azules que había debajo de los ojos del joven artista. Las manos señalaron la exangüe palidez de sus delgadas mejillas. 
 
–Eso se debe al exceso de trabajo, señor Dean. Sé lo que le pasa mejor que usted mismo. 
 
El canoso médico tomó una hoja cubierta con sus propias y casi indescifrables notas, y la examinó repasando lo que había escrito. 
 
–Usted heredó esta casa en San Pedro hace pocos meses, ¿no? Y se mudó a ella solo para trabajar un poco. 
 
–Sí. La costa del mar tiene aquí unos paisajes maravillosos. –Durante un momento el rostro de Dean adquirió un aspecto juvenil, al avivar el entusiasmo sus fuegos casi extinguidos. Entonces continuó, con el ceño fruncido en gesto preocupado: –Pero últimamente no he podido pintar, ni siquiera marinas; de cualquier modo es muy extraño. Mis bocetos ya no parecen estar enteramente correctos. Parece haber en ellos un poder que yo no pongo allí... 
 
–¿Un poder, dijo? 
 
–Sí, un poder de malignidad, si puedo llamarlo con esa palabra. Es algo que no se puede definir. Algo que hay detrás del cuadro le extrae toda su belleza. Y en estas últimas semanas no he estado trabajando en exceso, doctor Hedwig. 
 
El doctor echó otra mirada al papel que tenía en la mano. 
 
–Bueno, en eso no estoy de acuerdo con usted. Usted podría no ser consciente del esfuerzo que realiza. Esos sueños con el mar que parecen preocuparlo carecen de significado, excepto como indicio de su estado nervioso. 
 
–Está equivocado. –Dean se levantó repentinamente. Su voz era estridente–. Eso es lo terrible del caso. Los sueños no carecen de significado. Parecen ser acumulativos; acumulativos y planeados. Se vuelven cada noche más vívidos, y cada vez veo más: de ese lugar verde y brillante situado debajo del mar. Me voy acercando cada vez más a esas sombras negras que nadan allí; esas sombras de las que yo sé que no son sombras, sino algo peor. Cada noche veo más. Es como si fuera completando un boceto, agregando gradualmente. Cada vez más hasta que... 
 
Hedwig observaba agudamente a su paciente. Insinuó: 
 
–¿Hasta? 
 
Pero el tenso rostro de Dean se relajó. Se había detenido justo a tiempo. 
 
–No, doctor Hedwig. Usted debe tener razón. Es exceso de trabajo y nervios, como usted dice. Si creyera lo que me dijeron los mejicanos sobre Morella Godolfo... Bueno, estaría loco y sería un tonto. 
 
–¿Quién es esa tal Morella Godolfo? ¿Alguna mujer que ha estado llenándole la cabeza de cuentos disparatados? 
 
Dean sonrió. 
 
–No tiene que preocuparse por Morella. Fue mi tía tatarabuela. Vivía en la casa de San Pedro e inició las leyendas, creo. 
 
Hedwig había estado garabateando algo en un papel. 
 
–Y bien, ¡ya entiendo, joven! Usted escuchó esas leyendas; su imaginación voló usted soñó. Esta receta lo pondrá bien. 
 
–Gracias. 
 
Dean tomó el papel, levantó su sombrero de la mesa, y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo en el vano, sonriendo torcidamente. 
 
–Pero usted no está en lo cierto al pensar que las leyendas me hicieron soñar, doctor. Empecé a soñar antes de haber oído la historia de la casa. 
 
Y una vez dicho eso, salió. 
 
Mientras conducía de regreso a San Pedro, Dean trató de comprender qué le había ocurrido. Pero siempre se estrellaba contra el muro de la imposibilidad. Cualquier explicación lógica se perdía en la maraña de la fantasía. Lo único que no podía explicar –y que el doctor Hedwig no había podido explicar– eran los sueños. 
 
Los sueños comenzaron al poco tiempo de haber entrado en posesión de su heredad: esta antigua casa al norte de San Pedro, que había permanecido desierta durante tanto tiempo. El lugar era de una pintoresca antigüedad, y eso atrajo a Dean desde el principio. Había sido construida por uno de sus antepasados cuando los españoles aún gobernaban California. Uno de estos Dean –entonces el apellido era Dena– había ido a España y había regresado con una novia. 
 
Su nombre era Morella Godolfo, y alrededor de esta mujer, desaparecida tanto tiempo atrás, giraban todas las leyendas posteriores. 
 
Todavía había en San Pedro mejicanos arrugados y desdentados, que murmuraban increíbles relatos sobre Morella Godolfo, la que nunca había envejecido, y tenía un poder sobrenaturalmente maligno sobre el mar. Los Godolfo se habían contado entre las más orgullosas familias de Granada; pero furtivas leyendas se referían a su relación con los terribles hechiceros y nigromantes moriscos. Según esos mismos horrores insinuados, Morella había aprendido misteriosos secretos en las tétricas torres de la España morisca, y cuando Dena la trajo como novia al otro lado del mar, ella ya había sellado un pacto con las fuerzas del mal y había experimentado un cambio. 
 
Así decían los relatos, y decían aún más cosas sobre la vida de Morella en la antigua casa de San Pedro. Su esposo había vivido durante diez o más años después del matrimonio; pero los rumores decían que ya no poseía un alma. Es cierto que su muerte fue mantenida en secreto, en forma muy misteriosa, por Morella Godolfo, que siguió viviendo sola en la gran casa situada junto al mar. 
 
Las murmuraciones de los peones crecieron monstruosamente a partir de entonces. Se referían al cambio sufrido por Morella Godolfo; ese cambio operado por medio de la hechicería, que le llevaba a nadar mar adentro en las noches de luna, de modo que los que la observaban veían su cuerpo blanco que fulguraba entre la espuma. Hombres lo suficientemente audaces como para contemplarla desde los acantilados podían vislumbrar de modo fugaz su figura, jugando con extrañas criaturas marinas que saltaban a su alrededor en las negras aguas, frotando su cuerpo con sus cabezas espantosamente deformes. Estas criaturas no eran focas, ni tampoco ninguna forma conocida de vida submarina, según se afirmaba; aunque a veces podían oírse las carcajadas de una risa ahogada y cloqueante. Se dice que Morella Godolfo se alejó nadando una noche, para no regresar jamás. Pero a partir de entonces las risas eran más fuertes a la distancia, y los juegos entre las negras rocas continuaron, de modo que los relatos de los primeros peones se habían ido trasmitiendo hasta el presente. 
 
Tales eran las leyendas que Dean conocía. Los hechos eran dispersos y poco convincentes. La antigua casa se había venido deteriorando, y en el transcurso de los años sólo había sido arrendada ocasionalmente. Esos arrendamientos habían sido tan cortos como infrecuentes. No pasaba nada definidamente malo en la casa situada entre Punta White y Punta Fermín, pero los que allí habían vivido decían que el fragor de las olas sonaba en una forma sutilmente diferente cuando era escuchado desde las ventanas que dominaban el mar, y, además, ellos tenían sueños desagradables. A veces, los ocasionales arrendatarios habían mencionado con particular horror las noches de luna, cuando todo el mar se volvía claramente visible. De cualquier modo, los ocupantes por lo general abandonaban la casa de manera precipitada. 
 
Dean se había trasladado a la casa inmediatamente después de heredarla, porque había pensado que sería el lugar ideal para pintar los paisajes que amaba. Se había enterado de la leyenda de los hechos relacionados a ella con posterioridad, y por ese entonces habían comenzado sus sueños. 
 
Al principio habían sido bastante convencionales, aunque, extrañamente todos giraban en torno del mar que él tanto amaba. Pero no era el mar que él amaba el que veía en sus sueños. 
 
Las Gorgonas poblaban sus sueños. Escila se retorcía horriblemente en las aguas oscuras y embravecidas, donde huían aullando las arpías. Criaturas horripilantes emergían lentamente de las profundidades negras como la tinta donde habitaban bestias marinas hinchadas y desprovistas de ojos. Terribles y gigantescos leviatanes saltaban y se sumergían mientras monstruosas serpientes trepaban en extraña obediencia a una falsa luna. Horrores ocultos e inmundos de las profundidades del mar lo tragaban en sueños. 
 
Esto ya era bastante malo, pero sólo fue un preludio. Los sueños empezaron a cambiar. Era casi como si los primeros de ellos formaran un marco definido para horrores aún mayores por venir. De las imágenes míticas de antiguos dioses del mar emergía otra visión. Sólo incipiente al principio, fue tomando una forma y un significado definidos muy lentamente, en un período de varias semanas. Y era éste el sueño que Dean temía ahora. 
 
Había ocurrido por lo general justo antes de despertarse: la visión de una luz verde y translúcida, en la que nadaban lentamente unas sombras tenebrosas. Noche tras noche, el límpido resplandor esmeralda se fue volviendo más claro, y las sombras se trasformaron en un horror más visible. Éstas no se veían nunca con claridad, aunque sus cabezas amorfas tenían una cualidad extrañamente repulsiva que Dean podía reconocer. 
 
Pronto, en este sueño suyo, las sombrías criaturas se apartaban como para permitir el paso de otra. Nadando a través de la bruma verde, se acercaba una forma enroscada, que Dean no podía asegurar si era similar a las demás o no, porque su sueño siempre terminaba allí. La proximidad de esta última forma lo hacía despertar siempre en un paroxismo de terror de pesadilla. 
 
Soñaba que estaba en alguna parte debajo del mar, en medio de sombras con cabezas deformes que nadaban; y cada noche una sombra, en particular, se iba acercando cada vez más. 
 
Ahora, todos los días, cuando se despertaba con el frío viento marino del temprano amanecer que soplaba por las ventanas, permanecía acostado con el ánimo lánguido y perezoso hasta mucho después de la salida del sol. Cuando en aquellos días se levantaba se sentía inexplicablemente cansado y no podía pintar. En esa mañana en particular, el aspecto de su rostro ojeroso al mirarse en el espejo lo había impulsado a visitar al médico. Pero el doctor Hedwig no había resultado útil. 
 
Sin embargo, Dean hizo preparar la receta en el camino de regreso a su casa. Un trago del tónico pardusco y amargo lo hizo sentir un poco más fuerte; pero, al estacionar el coche, el sentimiento de depresión volvió instalarse en él. Caminó hasta la casa, aún confundido y presa de un extraño temor. 
 
Debajo de la puerta había un telegrama. Dean lo leyó perplejo, con el ceño fruncido: 
 
RECIEN ENTERADO USTED ESTA VIVIENDO CASA SAN PEDRO STOP ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE DESALOJE INMEDIATAMENTE STOP MUESTRE ESTE CABLE AL DOCTOR MAKOTO YAMADA 17 BUENA STREET SAN PEDRO STOP VUELVO VIA AEREA STOP VEA A YAMADA HOY 
  
 
MICHAEL LEIGH
 
 
Dean volvió a leer el mensaje, y un recuerdo relampagueó en su mente. Michael Leigh era su tío, pero no lo había visto en años. Leigh había sido un enigma para la familia; era un ocultista y pasaba la mayor parte del tiempo investigando en lejanos rincones de la tierra. Desaparecía ocasionalmente durante largos períodos. El cable que tenía Dean había sido enviado desde Calcuta, y supuso que Leigh había salido recientemente de algún lugar del interior de la India para entonces enterarse de la herencia de Dean. 
 
Dean buscó en su mente. Ahora recordaba que había habido alguna disputa familiar sobre esta misma casa, años atrás. No recordaba exactamente los detalles; pero sí recordaba que Leigh había pedido que la casa de San Pedro fuera demolida. Leigh no había alegado motivos valederos, y cuando la petición fue denegada había desaparecido durante algún tiempo. Y ahora llegaba este inexplicable telegrama. 
 
Dean estaba cansado después de su largo viaje en coche; y la insatisfactoria entrevista con el doctor lo había irritado más de lo que había pensado. Tampoco tenía ánimo para cumplir el pedido efectuado por el tío en su telegrama, y para emprender el largo viaje hasta Buena Street, que estaba a varias millas de distancia. La somnolencia que sentía era empero un saludable agotamiento normal, a diferencia de la languidez de las últimas semanas. El tónico que había tomado había servido para algo, después de todo. 
 
Se dejó caer en su silla favorita, junto la ventana que dominaba el mar, despabilándose para observar los llameantes colores de la puesta de sol. Pronto el sol desapareció debajo del horizonte, y la oscuridad gris se fue acercando. Aparecieron las estrellas, y muy lejos, hacia el norte, pudo ver las borrosas luces de los barcos de juego frente a Venice. Las montañas le impedían ver San Pedro, pero un pálido y difuso resplandor en esa dirección le indicaba que los nuevos bárbaros despertaban a una vida rugiente y agitada. La superficie del Pacífico se fue aclarando lentamente. La luna llena estaba saliendo por encima de las colinas de San Pedro. Durante un largo rato Dean permaneció sentado junto a la ventana, con la pipa olvidada en la mano, y la vista fija en las lentas ondas del océano, que parecían latir con una vida poderosa y extraña. Gradualmente aumentó la somnolencia, y lo venció. De inmediato, antes de caer en el abismo del sueño, pasó por su mente el dicho de da Vinci: "Las dos cosas más maravillosas del mundo son la sonrisa de una mujer y el movimiento de las poderosas aguas". 
 
Soñó, y esta vez tuvo un sueño diferente. Primero sólo había oscuridad, y un bramido y estrépito como de mares agitados, y, extrañamente mezclado con esto, el confuso pensamiento en una sonrisa de mujer... y en unos labios de mujer... labios que hacían un mohín, seductores; pero, cosa extraña, los labios no eran rojos, ¡no! Eran muy pálidos, exangües, como los labios de algo que ha permanecido durante mucho tiempo debajo del mar... 
 
La brumosa visión se trasformó y durante un brevísimo instante, Dean creyó ver el verde y silencioso lugar de sus visiones anteriores. Las sombrías formas negras se movían con mayor rapidez detrás del velo, pero este cuadro no duró más que un segundo. Cruzó por su mente como un relámpago y desapareció, y Dean se quedó solo en una playa; una playa que reconoció en sueños: la arenosa ensenada situada debajo de la casa. 
 
La brisa salina le acarició fríamente la cara, y el mar resplandeció como la plata a la luz de la luna. Un débil chapoteo le reveló que algo en el mar hendía la superficie de las aguas. Hacia el norte, el mar bañaba la abrupta cara del acantilado, obstruido y sembrado de sombras tenebrosas. Dean sintió el impulso súbito inexplicable de moverse en aquella dirección. Cedió a él. 
 
Mientras trepaba por las rocas fue súbitamente consciente de una extraña sensación, como si unos penetrantes ojos estuvieran clavados en él: ¡unos ojos que lo observaban y le advertían! Vagamente surgió en su mente el delgado rostro de su tío, Michael Leigh, con sus profundos ojos que lo miraban de manera amenazadora. Pero esto desapareció velozmente, y se encontró ante una oscura cavidad más profunda en la cara del acantilado. Supo que debía entrar allí. 
 
Se deslizó entre dos salientes puntas rocosas y se encontró en una completa y lúgubre oscuridad. Sin embargo, de algún modo tenía conciencia de que estaba en una cueva, y podía oír el ruido que hacía el agua muy cerca. Todo lo que sentía era un mohoso olor salado a putrefacción marina, el olor fétido de las cuevas no utilizadas del océano, y de las bodegas de los antiguos barcos. Caminó hacia adelante, y al inclinarse el piso abruptamente hacia abajo, tropezó y cayó de cabeza en el agua helada y poco profunda. Sintió, antes que vio, el revoloteo de un rápido movimiento, y entonces, de golpe, unos cálidos labios se apretaron contra los suyos. 
 
Labios humanos, pensó Dean al principio. 
 
Se apoyó sobre el costado en el agua helada, con sus labios apretados contra esos otros que le correspondían. No podía ver nada, porque todo se perdía en la oscuridad de la cueva. La tentación sobrenatural de esos labios invisibles lo hizo estremecer de pies a cabeza. 
 
Les respondió, apretándolos con fuerza; les dio aquello que estaban deseando ávidamente. Las aguas invisibles golpearon contra las rocas, murmurando advertencias. 
 
Y en aquel beso lo inundó la extrañeza. Sintió que lo recorrían una conmoción y un hormigueo, luego un estremecimiento de súbito éxtasis, e inmediatamente después vino el horror. Una negra y repugnante pestilencia pareció inundar su cerebro, en una forma indescriptible pero horriblemente real, haciéndolo estremecer de repugnancia. Era como si una indecible malignidad se estuviera volcando en su cuerpo, en su mente, en su propia alma, a través de aquel beso blasfemo sobre sus labios. Se sintió asqueado, contaminado. Retrocedió. Se puso de pie de un salto. 
 
Y Dean vio, por primera vez, la cosa horrible que había besado, en momentos en que la luna que se ponía enviaba una pálida saeta de luminosidad por la boca de la cueva. Porque algo se irguió ante él, un bulto serpentino y semejante a una foca, que se enroscaba, y serpenteaba, y se movió hacia él, cubierto de un pestilente fango que brillaba; y Dean gritó y se dio a la fuga, con un terror de pesadilla desgarrándole el cerebro, escuchando a sus espaldas un leve chapoteo, como si alguna pesada criatura se hubiera echado nuevamente al agua... 
  
  
 
Una visita del doctor Yamada
 
Se despertó. Se encontraba aún en la silla junto a la ventana, y la luna palidecía ante la luz grisácea del amanecer. Estaba estremecido por las náuseas, enfermo y tembloroso por el espantoso realismo del sueño. Sus ropas estaban empapadas por la transpiración, y el corazón le latía violentamente. Parecía agobiarlo un inmenso letargo y tuvo que hacer un intenso esfuerzo para levantarse de la silla y dirigirse tambaleándose hasta un sofá, en el que se tiró para dormitar a ratos durante varias horas. 
 
Lo despertó un agudo repiqueteo de la campanilla de la puerta. Se sentía aún débil y aturdido; pero el temible letargo había disminuido un tanto. Cuando Dean abrió la puerta, un japonés parado en el porche inició una leve inclinación de saludo, gesto que se detuvo abruptamente cuando los penetrantes ojos negros se clavaron en el rostro de Dean. Del visitante llegó un corto silbido de inspiración. 
 
Dean dijo con irritación: 
 
–¿Y bien? ¿Quiere usted verme? 
 
El otro aún lo estaba mirando con su delgado rostro amarillento debajo del tieso cabello gris. Era un hombre pequeño, delgado, con el rostro cubierto de una sutil red de arrugas. Después de una pausa dijo:
 
 –Soy el doctor Yamada. 
 
Dean frunció el ceño, perplejo. Súbitamente recordó el cable de su tío del día anterior. En su interior comenzó a crecer una extraña e irracional irritación, y dijo, con más brusquedad de lo que hubiera querido. 
 
–Espero que esta no sea una visita profesional. Yo ya... 
 
–Su tío, ¿es usted el señor Dean?, me envió un cable. Estaba bastante preocupado. –El doctor Yamada echó casi furtivamente una mirada a su alrededor. 
 
Dean sintió que el fastidio bullía en su interior, y su irritación aumentó. 
 
–Me temo que mi tío es un tanto excéntrico. Él no tiene nada de qué preocuparse. Lamento que usted haya hecho el viaje para nada. 
 
El doctor Yamada no pareció ofenderse por la actitud de Dean. Por el contrario, una extraña expresión de simpatía cruzó durante un instante su pequeño rostro. 
 
–¿Le importa si paso? –preguntó y se adelantó con confianza. 
 
Lejos de cerrarle el paso, Dean no encontró forma de detenerlo, y descortésmente condujo a su visita a la habitación en que había pasado a noche, indicándole que se sentara en una silla, mientras él se ocupaba de la cafetera. 
 
Yamada se sentó inmóvil, observando silenciosamente a Dean. Entonces dijo sin preámbulos: 
 
–Su tío es un gran hombre, señor Dean. 
 
Dean hizo un gesto evasivo. 
 
–Sólo lo he visto una vez. 
 
–Es uno de los más grandes ocultistas del momento. Yo también he estudiado las ciencias de la psiquis; pero al lado de su tío soy un principiante. 
 
Dean dijo: 
 
–Él es un excéntrico. El ocultismo, como usted lo llama, nunca me interesó. 
 
El pequeño japonés lo contempló impasiblemente. 
 
–Usted cae en un frecuente error, señor Dean. Usted considera al ocultismo como un pasatiempo para maniáticos. No –alzó una delgada mano–, la incredulidad está pintada en su rostro. Bien, es comprensible. Es un anacronismo una actitud trasmitida desde las épocas más antiguas, cuando los científicos eran llamados alquimistas y los hechiceros eran quemados por haber hecho pactos con el diablo. Pero en realidad no hay hechiceros, no hay brujos. No en el sentido en que el hombre comprende estos términos. Existen hombres y mujeres que han logrado el dominio de ciertas ciencias que no están totalmente sujetas a leyes físicas terrenales. 
 
En el rostro de Dean había una leve sonrisa de incredulidad. Yamada continuó tranquilamente: 
 
–Usted no cree porque no entiende. No hay muchos que puedan comprender, o que deseen comprender esa ciencia mayor que no está sujeta a leyes terrenales. Pero aquí tiene usted un problema, señor Dean –una pequeña chispa de ironía se asomó en los ojos negros–. ¿Puede explicarme cómo es que yo sé que usted ha estado sufriendo de pesadillas recientemente? 
 
Dean dio un respingo y se quedó mirando. Luego sonrió. 
 
–Sucede que conozco la respuesta, doctor Yamada. Ustedes, los médicos, tienen una forma de ayudarse mutuamente, y debo haber dejado que algo se me escapara ayer con el doctor Hedwig–. Su tono era ofensivo, pero Yamada se limitó a encogerse levemente de hombros. 
 
–¿Conoce usted a Homero? –preguntó, saliéndose aparentemente del tema y ante la sorprendida seña afirmativa de Dean continuó: –¿Y a Proteo? ¿Usted recuerda al Viejo del Mar que tenía el poder de cambiar de forma? No deseo forzar su incredulidad, señor Dean; pero desde hace mucho tiempo los que estudian el saber oculto saben que detrás de esa leyenda existe una verdad muy espantosa. Todos los relatos sobre posesión por espíritus, sobre reencarnación y hasta los comparativamente inocentes experimentos de transmisión de pensamiento, apuntan a la verdad. ¿Por qué supone usted que el folklore abunda en relatos de hombres que pueden transformarse en bestias, hombres–lobos, hienas, tigres, el hombre foca de los esquimales? ¡Porque esos relatos están basados en la verdad! 
 
«No quiero decir con esto –prosiguió– que sea posible la metamorfosis real del cuerpo, hasta donde sabemos. Pero desde hace mucho se sabe que la inteligencia –la mente– de un adepto puede ser transferida al cerebro y al cuerpo de un sujeto satisfactorio. Los cerebros de los animales son débiles, y carecen del poder de resistencia. Pero los hombres son diferentes, a menos que se den ciertas circunstancias... 
 
Ante su vacilación, Dean ofreció al japonés una taza de café –en esos días había generalmente café haciéndose en la cafetera– y Yamada lo aceptó con una leve inclinación formal de agradecimiento. Dean bebió su café en tres rápidos sorbos, y se sirvió más. Yamada, después de un sorbo de cortesía, apartó la taza y se inclinó hacia adelante con seriedad. –Debo pedirle que ponga su mente en estado receptivo, señor Dean. No se deje influir por sus ideas convencionales sobre la vida en esta cuestión. Es fundamental, para su conveniencia, que usted me escuche con cuidado, y comprenda. Entonces... quizás... 
 
Vaciló, y volvió a echar una mirada extrañamente furtiva a la ventana. 
 
–La vida ha seguido en el mar rumbos diferentes de la vida en la tierra. La evolución ha seguido un curso diferente. En las grandes profundidades del océano, se ha descubierto vida completamente extraña a la nuestra: criaturas luminosas que estallan al ser expuestas a la más ligera presión del aire; y en sus inmensos abismos se han desarrollado formas de vida completamente inhumanas, formas de vida que la mente no iniciada puede creer imposibles. En Japón, un país insular, hemos tenido noticia de esos habitantes del mar desde hace generaciones. El escritor inglés de ustedes, Arthur Machen, dijo una gran verdad cuando afirmó que el hombre, temeroso de esos extraños seres, les ha atribuido formas hermosas o simpáticamente grotescas que en realidad no poseen. Tenemos así las nereidas y las oceánicas; pero, a pesar de todo, el hombre no pudo ocultar totalmente el carácter en verdad repugnante de esas criaturas. Están como consecuencia las leyendas de las Gorgonas, de Escila y de las arpías, y, significativamente, de las sirenas y su maldad. Sin duda usted conoce el cuento de las sirenas: cómo ansiaban robar el alma de un hombre cómo la extraían por medio de su beso. 
 
Dean estaba ahora en la ventana, dando la espalda al japonés. Cuando Yamada se detuvo, dijo inexpresivamente: 
 
–Prosiga. 
 
–Tengo razones para creer –prosiguió Yamada con gran tranquilidad– que Morella Godolfo, la mujer de la Alhambra, no era completamente... humana. No dejó descendencia. Esos seres nunca tienen hijos: no pueden. 
 
–¿Qué está queriendo decir usted?–. Dean se había dado vuelta, y estaba de frente al japonés, con el rostro terriblemente pálido, y las sombras que tenía debajo de los ojos horrorosas y lívidas. Repitió con aspereza: – ¿Qué está queriendo decir usted? No puede asustarme con sus cuentos, si eso es lo que está tratando de hacer. Usted... mi tío quiere que me vaya de esta casa, por alguna razón particular de él. Usted está utilizando estos medios para que me vaya, ¿no es así? ¿Eh? 
 
–Usted debe irse de esta casa –dijo Yamada–. Su tío está en camino, pero puede que no llegue a tiempo. Escúcheme: esas criaturas –las que habitan en mar– envidian al hombre. La luz del sol, y los cálidos juegos, y los campos de la tierra, cosas que los que habitan en el mar no pueden normalmente poseer. Esas cosas y el amor. Recuerde lo que dije sobre la transferencia de la mente, la posesión de un cerebro por una inteligencia extraña. Para estos seres, éste es el único medio de obtener aquello que desean y de conocer el amor de un hombre o de una mujer. A veces –no con mucha frecuencia– una de estas criaturas logra apoderarse de un cuerpo humano. Siempre están al acecho. Cuando hay un naufragio, allí van, como buitres a un festín. 
Pueden nadar a una velocidad extraordinaria. Cuando un hombre se está ahogando, las defensas de su mente están bajas, y de este modo, los habitantes del mar pueden a veces adquirir un cuerpo humano. Hay relatos sobre hombres salvados de naufragios que a partir de entonces sufrieron un extraño cambio. 
 
«¡Morella Godolfo era una de esas criaturas! Los Godolfo conocían gran parte del saber oculto pero lo usaban con fines malignos, la llamada magia negra. Y según creo, través de esto aquel habitante del mar obtuvo poder para usurpar el cerebro y el cuerpo de la mujer. Tuvo lugar una trasferencia. La mente del habitante del mar tomó posesión del cuerpo de Morella Godolfo, y la inteligencia de la verdadera Morella fue introducida en la horrible forma de aquella criatura de las profundidades del mar. Eventualmente, el cuerpo humano de la mujer murió, y la mente usurpadora regresó a su envoltura original. Entonces, la inteligencia de Morella Godolfo fue arrojada de su prisión temporaria y quedó sin hogar. Esa es la verdadera muerte. 
 
Dean sacudió con lentitud la cabeza como si estuviera negando, pero no habló. E inexorablemente Yamada continuó. 
 
–Desde entonces, durante años y generaciones ella ha habitado en el mar, esperando. Su poder es muy fuerte en este lugar, donde ella alguna vez vivió. Pero, como le dije, esta trasferencia sólo puede verificarse en circunstancias muy excepcionales. Los moradores de esta casa podían ser perturbados por sueños, pero nada más. El ser maligno no tiene poder para robar sus cuerpos. Su tío sabía eso, de lo contrario habría insistido para que el lugar fuera destruido inmediatamente. Él no previó que usted viviría aquí alguna vez. 
 
El pequeño japonés se inclinó hacia adelante, y sus ojos eran dos puntos de luz negra. 
 
–No tiene que decirme lo que padeció en el mes pasado. Lo sé. El habitante del mar tiene poder sobre usted. Y eso se debe a una cosa: existen lazos de sangre, aun cuando usted no desciende directamente de ella. Y su amor por el océano: su tío habló de eso. Usted vive aquí solo con sus pinturas y las fantasías de su imaginación; no ve a nadie más. Usted es una víctima ideal, y a ese horror marino le fue fácil entrar en rapport con usted. Incluso usted ya muestra los estigmas. 
 
Dean estaba en silencio con el rostro como una pálida sombra entre las sombras más oscuras de los rincones de la habitación ¿Qué estaba tratando de decirle este hombre? ¿Adónde conducían esos indicios? 
 
–Recuerde lo que dije–. La voz del doctor Yamada era fanáticamente grave. –Esa criatura lo quiere a usted por su juventud, por su alma. Lo ha atraído a usted en sueños, con visiones de Poseidonia, las sombrías grutas en el fondo del mar. Le ha enviado al principio visiones engañosas, para ocultar lo que hacía. Esa criatura le ha extraído sus fuerzas y ha debilitado sus resistencias, esperando el momento en que ella estará lo suficientemente fuerte como para tomar posesión de su cerebro. 
 
"Le he dicho lo que ella quiere, lo que pretenden todos esos horrores híbridos. A su tiempo, ella misma se le revelará a usted, y cuando la voluntad de ella lo domine en el sueño, usted cumplirá lo que ella mande. Lo arrastrará al fondo del mar, y le mostrará los abismos infestados de kraken donde habitan esos seres. Usted irá voluntariamente, y ésa será su perdición. Ella puede atraerlo a los banquetes que allí realizan, los banquetes que celebran con los ahogados que encuentran flotando, procedentes de barcos naufragados. Y usted pasará por semejante locura en su sueño porque ella lo domina. Y entonces, entonces, cuando usted se haya vuelto lo suficientemente débil, logrará su anhelo. El ser del mar usurpará su cuerpo y volverá a caminar sobre la tierra. Y usted descenderá a la oscuridad donde habitó una vez en sueños, para siempre. Al menos que yo esté equivocado, usted ya ha visto lo suficiente como para saber que lo que digo es verdad. Creo que ese terrible momento no está tan lejos, y le advierto que usted no puede tener la esperanza de resistir solo el mal. Sólo con la ayuda de su tío y yo... 
 
El doctor Yamada se puso de pie. Se adelantó y se colocó frente a frente ante el aturdido joven. En voz baja preguntó: 
 
–En sus sueños, ¿lo ha besado ese ser? 
 
Durante un brevísimo instante, no más largo que un latido del corazón, hubo un completo silencio. Cuando Dean abrió la boca para hablar una pequeña y curiosa señal de advertencia pareció resonar en su cerebro Ascendió, como el sordo bramido de una caracola, y se sintió invadido por una vaga náusea. 
 
Casi involuntariamente, se oyó decir a sí mismo: 
 
–No. 
 
De manera confusa, como desde una distancia increíblemente remota, oyó que Yamada contenía el aliento, como si estuviera sorprendido. Entonces el japonés dijo: 
 
–Eso es bueno. Muy bueno. Ahora escuche: su tío estará pronto aquí. Ha fletado especialmente un aeroplano. ¿Quiere usted ser mi huésped hasta que él llegue? 
 
La habitación pareció oscurecerse ante los ojos de Dean. La figura del japonés se alejaba, disminuyendo de tamaño. Por la ventana llegó el fragoroso ruido de las olas, y sus ondas resonaron en el cerebro de Dean. Dentro del estruendo penetró un susurro débil y persistente. 
 
–Acepta –murmuraba–. ¡Acepta! 
 
Y Dean escuchó que su propia voz aceptaba la invitación de Yamada. 
 
Parecía incapaz de pensar en forma coherente. Este último sueño lo perseguía... y ahora la inquietante historia del doctor Yamada... Estaba enfermo... ¡Eso es!, muy enfermo. Necesitaba dormir mucho, ahora. Le pareció Que lo inundaba y lo trataba una oleada de oscuridad. Dejó gustosamente que recorriera su fatigada cabeza. Solo existían la oscuridad y el incesante susurro de aguas agitadas. 
 
Sin embargo le pareció que sabía, de algún modo extraño, que aún se encontraba –alguna parte externa de él– consciente. Extrañamente se dio cuenta de que el doctor Yamada y él habían dejado la casa, entraban a un coche, y recorrían una larga distancia. Se encontraba –con ese otro yo, extraño y externo– charlando en tono casual con el doctor; entraba a su casa de San Pedro; bebía; comía. Y mientras tanto su alma, su verdadero ser, era sepultado en las olas de la oscuridad. 
 
Por fin, una cama. Desde abajo, parecía que el oleaje se fundía con la oscuridad que inundaba su cerebro. Ahora le hablaba a él, mientras se levantaba a hurtadillas y descolgaba por la ventana. La caída hizo vibrar considerablemente a su yo externo: pero se encontró sobre el suelo, ileso. Se mantuvo en las sombras mientras bajaba arrastrándose hasta la playa, en las negras y ávidas sombras que eran como la oscuridad que se agitaba en su alma. 
  
  
 
 
 
Tres horas terribles
 
De golpe, volvió a ser él mismo, completamente. El agua fría lo había logrado; el agua en que se encontró nadando. Estaba en el océano, llevado por olas de un color tan plateado como un relámpago que de vez en cuando fulguraba en lo alto. Oyó el trueno, y sintió las gotas de lluvia. Sin estar sorprendido por la súbita transición, siguió nadando, como si estuviera totalmente enterado de alguna meta planeada. Por primera vez en más de un mes se sentía enteramente vivo, realmente él mismo. Había en él una oleada de alocado júbilo que desafiaba los hechos; ya no parecían preocuparle su reciente enfermedad, las terribles advertencias de su tío y el doctor Yamada, ni la oscuridad innatural que anteriormente había oscurecido su mente. En realidad, ya no tenía que pensar: era como si lo estuvieran dirigiendo en todos sus movimientos. 
 
Ahora estaba nadando paralelamente a la playa, y observó con curiosa indiferencia que la tormenta se había calmado. Un brillo pálido y brumoso se cernía sobre las rompientes olas, y parecía estar haciendo señas. 
 
El aire estaba frío, lo mismo que el agua, y las olas altas; sin embargo, Dean no sentía ni frío ni fatiga. Y cuando vio los seres que lo estaban esperando en la playa rocosa que se encontraba delante de él perdió toda percepción de sí mismo, en medio de una creciente alegría. 
 
Esto era algo inexplicable, porque se trataba de las criaturas de sus últimas y más extravagantes pesadillas. Incluso ahora no los vio simplemente mientras jugaban en las olas, sino que había en sus tenebrosos perfiles oscuros indicios de un pasado horror. Eran unos seres semejantes a focas; monstruos grandes, hinchados, parecidos a peces, con cabezas carnosas y disformes. Estas cabezas descansaban sobre cuellos alargados que ondulaban con una facilidad serpentina, y observó, sin otra sensación que la de una curiosa familiaridad, que las cabezas y los cuerpos de las criaturas eran de un blanco descolorido por el mar. 
 
Pronto estuvo nadando entre ellos, nadando con una extraordinaria e inquietante naturalidad. Se admiró interiormente, con un resto de su sensibilidad anterior, de que ahora las bestias marinas no lo horrorizaran en lo más mínimo. En cambio, casi con un sentimiento de parentesco escuchó sus extraños y graves gruñidos y cacareos; escuchó y comprendió. 
 
Supo lo que decían, y no se asombró. Lo que escuchaba no le daba miedo, aunque, de haber sido dichas en los sueños anteriores, las palabras le habrían producido en el alma un horror abismal. 
 
Supo adónde iban y qué se proponían hacer cuando todo el grupo se internara nadando en el agua una vez más, y sin embargo, no tuvo miedo. Por el contrario, sintió una extraña hambre ante el pensamiento de lo que iba a suceder, un hambre que lo impulsó a adelantarse mientras los seres, con ondulante rapidez, se deslizaban por las aguas oscuras como la tinta, hacia el norte. Nadaban a una velocidad increíble; sin embargo pasaron horas antes de que apareciera una costa entre las tinieblas, iluminada por un fulgor luminoso enceguecedor que venía de la costa. 
 
El crepúsculo se ensombrecía sobre las aguas hasta volverse verdadera oscuridad, pero la luz cercana a la costa ardía brillantemente. Parecía venir de una enorme nave naufragada que se hallaba en las olas frente a la costa, un gran casco que flotaba en las aguas como una bestia encogida. Había botes reunidos a su alrededor, y brillantes luces flotantes que revelaban la escena. 
 
Como por obra de un instinto, Dean, con la manada detrás de él, se dirigió hacia el lugar. Se movieron rápida y silenciosamente, con sus viscosas cabezas confundidas en las sombras en las que se mantenían mientras daban vueltas alrededor de los botes y nadaban hacia la gran forma encogida. Ahora ésta se destacaba por encima de él, y pudo ver brazos que se movían desesperadamente mientras los hombres se hundían, uno tras otro, bajo la superficie. La masa colosal de la que saltaban era una nave naufragada de vigas retorcidas, en la que pudo descubrir el contorno combado de una forma vagamente familiar. 
 
Y ahora, con curiosa indiferencia, nadó por allí perezosamente, evitando las luces que oscilaban sobre el agua, mientras observaba lo que hacían sus compañeros. Estaban cazando a sus víctimas. Los ávidos hocicos se abrían para tomar a los ahogados, y las hambrientas garras traían cadáveres de la oscuridad. Cada vez que vislumbraban a un hombre en sombras aún no invadidas por los botes de socorro, uno de los seres marinos cazaba astutamente a su víctima. 
 
Al poco rato se volvieron y con lentitud se alejaron nadando. Pero ahora muchas de las criaturas estrechaban un siniestro trofeo contra sus pechos escamosos. Los miembros de los ahogados, de un color blanco pálido, se arrastraban en el agua al ser llevados hacia las tinieblas por sus captores. Con el acompañamiento de risas graves y repugnantes, las bestias nadaron alejándose, de regreso, lejos de la costa. 
 
Dean nadó con los demás. Su mente estaba confusa nuevamente. Sabía qué era eso que estaba en el agua, y sin embargo no podía recordar su nombre. Había observado cómo esos aborrecibles horrores cazaban hombres perdidos y los arrastraban hacia el fondo; empero, no había intervenido. ¿Qué estaba pasando? En ese mismo momento, mientras nadaba con asombrosa agilidad, sintió una llamada que no pudo comprender totalmente, una llamada al que su cuerpo estaba obedeciendo. 
 
Los seres híbridos se estaban dispersando de manera gradual. Con un pavoroso chapoteo desaparecían bajo la superficie de las gélidas aguas negras, arrastrando consigo los cadáveres terriblemente blandos de los hombres, arrastrándolos hacia la oscuridad que se encontraba debajo. 
 
Estaban hambrientos. Dean lo supo sin tener que pensarlo. Siguió nadando, a lo largo de la costa, impulsado por su curioso instinto. Eso es; estaba hambriento 
 
Y ahora iba en busca de comida. Durante horas nadó constantemente hacia el sur. Entonces llegó a la playa familiar, y sobre ella, una casa iluminada que Dean reconoció; su propia casa en el acantilado. Unas formas estaban bajando la pendiente; dos hombres con antorchas estaban descendiendo a la playa. No tenía que dejar que lo vieran; por qué, no lo sabía: pero no tenían que verlo. Se arrastró por la playa, manteniéndose próximo a la orilla del agua. Aun así, le parecía que se movía con gran rapidez. 
 
Los hombres con las antorchas se encontraban ahora a cierta distancia detrás de él. Adelante se asomaba otro contorno familiar: una cueva. Había trepado antes por esas rocas, al parecer. Conocía los sombríos agujeros que salpicaban la roca del acantilado, y conocía el estrecho pasadizo de piedra por el cual logró hacer pasar su postrado cuerpo. 
 
¿Había sido eso el grito de alguien, a lo lejos? 
 
Vio oscuridad, y un charco de agua susurrante. Se arrastró hacia adelante, y sintió cómo las heladas aguas resbalaban sobre su cuerpo. Apagado por la distancia, llegó un persistente grito desde el exterior de la cueva. 
 
–¡Graham! ¡Graham Dean! 
 
Entonces sintió en las ventanas de la nariz el olor a húmeda pestilencia marina, un olor agradable y familiar. Ahora sabía dónde estaba. Era la cueva donde, en sueños, había besado al ser marino. Era la cueva en la cual... 
 
Ahora recordaba. La mancha negra se disipó en su cerebro, y recordó todo. Su mente llenó el vacío, y recordó una vez más haber venido a ese lugar antes, esa misma noche, antes de haberse encontrado en el agua. 
 
Morella Godolfo lo había llamado allí; hasta allí lo habían conducido sus siniestros susurros en la penumbra, cuando había venido desde la cama de la casa del doctor Yamada. Era el canto de sirena de la criatura marina que lo había atraído en sueños. 
 
Recordó cómo ella se había enroscado a sus pies cuando él entró, y cómo había abandonado su cuerpo descolorido por el mar, hasta que su cabeza inhumana se había acercado a la de él. Y entonces los ardientes labios carnosos se habían apretado contra los suyos, los labios viscosos y repugnantes lo habían besado otra vez. ¡Un beso húmedo, horriblemente ávido! Sus sentidos se habían sumergido en la malignidad, de éste, porque supo que este segundo beso significaba la perdición. 
 
"El habitante del mar tomará su cuerpo", había dicho el doctor Yamada... Y el segundo beso significaba la perdición. 
 
¡Y todo eso había sucedido horas atrás! 
 
Dean se movió por la cámara rocosa para no mojarse en el charco. Al hacerlo, contempló su cuerpo por primera vez en aquella noche; contempló con un cuello ondulante el aspecto que había tenido durante las tres horas pasadas en el mar. Vio las escamas semejantes a las de los peces, la áspera blancura de su piel viscosa; vio las venosas branquias. Entonces contempló fijamente las aguas del charco, para que el reflejo de su rostro fuera visible a la borrosa luz de la luna que se filtraba a través de las grietas de las rocas. 
 
Lo vio todo... 
 
Su cabeza descansaba sobre el largo cuello de reptil. Era una cabeza antropoide de contornos lisos monstruosamente inhumanos. Los ojos eran blancos y salientes; sobresalían con la mirada vidriosa de un ahogado. No había nariz, y el centro del rostro estaba cubierto por una maraña de tentáculos azules semejantes a gusanos. Lo peor de todo era la boca. Dean vio pálidos labios blancos en un rostro muerto, labios humanos. Labios que habían besado a los suyos. Y que ahora ¡eran los suyos! 
 
Estaba en el cuerpo del maligno ser marino; ¡el maligno ser marino que había contenido una vez el alma de Morella Godolfo! 
 
En ese momento Dean hubiera querido de buena gana morirse, ya que el completo y blasfemo horror de su descubrimiento era demasiado grande como para soportarlo. Ahora supo lo de sus sueños, y las leyendas; había llegado a saber la verdad, y había pagado un espantoso precio. Recordó, vívidamente, cómo había recobrado el sentido en el agua y cómo había nadado hasta encontrarse con aquellos otros. Recordó el gran casco negro del que habían sido rescatados en botes hombres que se estaban ahogando, la nave naufragada, destrozada en el agua. ¿Qué era lo que le había dicho Yamada? Cuando hay un naufragio, allí van como buitres a un festín. Y ahora, finalmente, recordó lo que se había sustraído a su memoria esa noche, qué era esa forma familiar sobre las aguas. Era un zeppelín que había caído. Él había ido nadando hasta los restos del naufragio con aquellos seres, y ellos se habían llevado hombres... Tres horas – ¡por Dios!–. Dean deseó profundamente morir. Estaba en el cuerpo marino de Morella Godolfo, y esto era demasiado malo corrió para seguir viviendo. 
 
¡Morella Godolfo! ¿Dónde estaba ella? ¿Y su propio cuerpo, el cuerpo de Graham Dean? Un crujido en la sombría caverna, detrás de él, anunció la respuesta. Graham Dean se vio a sí mismo a la luz de la luna, vio su cuerpo, línea por línea, que avanzaba furtivamente del otro lado del charco en un intento de deslizarse hacia afuera sin ser advertido. 
 
Las aletas de foca de Dean se movieron rápidamente. Su propio cuerpo se volvió. 
 
Fue algo horrible para Dean verse reflejado donde no existía ningún espejo; y más horrible aún ver que en el rostro ya no estaban sus ojos. La mirada astuta y burlona de la criatura del mar se clavó en él desde atrás de su máscara de carne, y eran unos ojos antiguos, malignos. El pseudo–humano gruñó al verlo y trató de escabullirse en la oscuridad. Dean fue detrás de él, en cuatro patas. 
 
Supo lo que tenía que hacer. Ese ser marino –Morella– se había apoderado de su cuerpo durante ese último beso siniestro, al mismo tiempo que él era introducido en el de ella. Pero ella aún no se había recuperado lo suficiente como para salir al mundo. Esa era la razón por la cual la había encontrado aún en la cueva. Ahora, sin embargo, ella se iría, y su tío Michael nunca lo sabría. El mundo nunca sabría, tampoco, qué clase de horror acechaba en su superficie, hasta que fuese demasiado tarde. Dean, odiando ahora su propia forma trágica, supo lo que tenía que hacer. 
 
Con toda intención arrinconó al falso cuerpo de sí mismo en un rincón rocoso. Hubo una mirada de terror en esos gélidos ojos... Un sonido hizo que Dean se volviera, girado su cuello de reptil. A través de sus vidriosos ojos de pescado vio los rostros de Michael Leigh y del doctor Yamada. Antorchas en mano, estaban entrando en la cueva. 
 
Dean supo lo que haría, y dejó de preocuparse. Estrechó el cuerpo humano que albergaba el alma de la bestia marina; lo estrechó en las aletas batientes de la bestia; lo tomó con sus propias patas y lo amenazó con sus propios dientes, cerca del blanco cuello humano de la criatura. 
 
Desde atrás de él oyó gritos y alaridos a sus propias espaldas; pero Dean no les hizo caso. Tenía un deber que cumplir; algo que cumplir. Por el rabillo del ojo, vio que relucía el cañón de un revólver en la mano de Yamada. 
 
Entonces se sucedieron dos tiros de hiriente llamarada, y el olvido que Dean deseaba. Pero murió feliz, porque se había cobrado el beso siniestro. 
 
Mientras se hundía en la muerte, Graham Dean había mordido con dientes animales su propia garganta, y su corazón se llenó de paz cuando, al morir, se vio morir a sí mismo... 
 
Su alma se confundió en el tercer beso siniestro de la Muerte. 
 


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