Veamos... según la marca del libro, acaba usted de leer que el sirviente del conde había presenciado a escondidas el misterioso caso que tuvo lugar en la casa de Auteuil. Bien, todavía faltan muchas páginas para que se desvele quien era la dama implicada en el asunto.-No, no, piedad... –dijo el capitán con voz temblorosa. Pero el general prosiguió:-Le voy a robar el placer de descubrirlo por usted mismo en el momento adecuado. Verá, después de este pasaje que acaba usted de leer hay una sorpresa tras otra, y la emoción de la lectura es suprema, pero, en vista de su tozudez, no tengo otra opción...Y entonces el general, en un acto de perversidad inusitada, pronunció el nombre del personaje clave en el misterio de Auteuil.-¡No!, exclamó el capitán, que aun con las manos en los oídos pudo escucharlo.-Ya ve que no amenazo en vano, capitán. El capitán intentó pasar otra vez la noche leyendo. Pero a medida que pasaba las hojas y la vela se iba consumiendo, se consumía también su esperanza de terminar el libro antes de la mañana. El cansancio de sus sentidos y el agotamiento nervioso le impedían mantener los ojos abiertos.
¿Qué podría hacer? ¿Cómo escapar de la tortura? ¡Oh, desesperación!-Buenos días, capitán. Otra noche de lectura, ¿no es así?
-Así es.-Bien, bien ¿y hasta dónde ha llegado?-Danglars y Montecristo intercambian información sobre Fernando Mondego.-Ah, o sea que la intriga es absoluta.-Desde luego.-¿Y qué decisión ha tomado, capitán? ¿Qué hay de nuestro acuerdo?-Acuerdo, ninguno. No voy a traicionar a mi ejército.-Muy bien, -dijo el general, exasperado por la contumacia del capitán.-Pues prepárese para oír ahora mismo el final de la novela y todos los detalles que llevan a él.Al oír esto, el capitán se llevó las manos a los oídos con frenesí, moviendo la cabeza y caminando de un lado a otro de la celda, mientras exclamaba ‘¡No, no!’.El carcelero le ató las manos a la espalda.-Así no tendrá más remedio que escuchar –dijo el general. Y añadió: - Amordácelo también, carcelero, para que no grite.Y entonces el general empezó a contar todos los detalles de la historia de Edmundo Dantés, el astuto héroe conocido como el Conde de Montecristo. Y reveló los motivos de cada personaje, y las consecuencias de cada acto; y las intrigas, los engaños, las dobles intenciones y las trampas a las que el conde hubo de enfrentarse, con su ingenio y su paciencia como arma más poderosa. Y llegó al final, a la resolución de todas las tramas y todos los enigmas, para privar así al capitán de una de las mayores satisfacciones que un alma cultivada puede disfrutar: la de comprobar que un hombre, con tan sencillos instrumentos como el papel y la pluma, puede crear un mundo y llenarlo de vida, y hacer que habitemos en él y nos sintamos felizmente atrapados y sin deseos de escapar.Cuando terminó su relato, el general se puso en pie, ordenó desatar al prisionero y dijo con desdén:-Aquí seguirá usted encerrado, capitán, con la única compañía de un libro que ya no guarda misterio ni interés para usted.Y se marchó a batallar.Hasta ese momento, el capitán había permanecido maniatado y amordazado, sentado en una silla, con la cabeza baja, , abatido, la oscura melena cayéndole sobre la cara.Cuando el carcelero lo desató y lo dejó solo, se levantó, cogió el libro del suelo y se tumbó en el camastro. Abrió el libro por donde marcaba la cinta negra y empezó a leer. Pero antes, se llevó de nuevo las manos a los oídos, y, con cierta dificultad, se quitó los tapones que la noche anterior había fabricado con la cera de la vela.